De eso no se habla
guaynabo city blues
Por Edgardo Rodríguez Juliá.
Sonaba perfecto: meterme en el túnel del tiempo y recuperar algo del espíritu salsero del Cheetah y las Fania All Stars -carismas todos de mi juventud y los años setenta- a través de una visita a la suburbia profunda de Guaynabo City, los cines de la bien llamada Guaynabo Plaza. (También es que en estos tiempos del I.V.U. he desarrollado un gusto perverso por sacar a relucir mi I.D. de “senior”…). Sería una evocación, casi imposible, desde dos coordenadas puestas en las antípodas de la experiencia boricua de los últimos cincuenta años: la isla de Nueva York y la de Héctor O’Neill, ambas con la pretensión del inglés. Más allá de K-Mart están Guaynabo Plaza y sus ‘fast foods’, los cines concebidos a la manera de Disney, la falsificación de una gruta submarina que ya no sabemos si evoca la del Capitán Nemo o la de algún decorador puertorro huelestaca con ambición kitsch. La mediana de edad en este cine son los quince y las películas son escogidas para I.Q. de setenta y cinco. Al fondo, mano izquierda, después de la galería de juegos virtuales colocada a la entrada, me reciben las figuras reconfortantes de Jennifer López y Marc Anthony. El cantante Héctor Lavoe me promete un buen molinillo de identidad boricua, y quizás, al final, un buen tarro de brillantina Halka, justo lo que necesito para esta tarde de verano, y a dos meses de cumplir esos sesenta y un años que Héctor -nacido también en 1946- no cumplió por irreflexivo.
La película empezó mal: Ismael Miranda -mal actor, buen sonero- haciendo de papá, sermoneándole a Marc-Héctor sobre su viaje a Nueva York. Si poco convincentes son esas guayaberas que a mediados de los sesenta comenzaban a estar passé, medio gallegonas, vestimenta de cubanos nostálgicos, peor estuvo esa visión, algo maniquea, de un Puerto Rico que aún conservaba su inocencia y unos niuyores prestos a corromper.
Muchas veces, cuando de drama se trata, ciertos rasgos de caracterización importan más que la fidelidad histórica. Héctor Pérez, alias Lavoe -un apellido en francés que supuestamente le añadiría ‘cachet’- llega a los niuyores con la inocencia, cierta torpeza, del jibarito con los ruedos de los pantalones aún enfangados. Ya se vislumbra ese Héctor-Marc algo torpe e impulsivo, que prueba la marihuana en los “parises” de allá y termina volcao, vomitando en la bacineta del inodoro, Jennifer-Puchi asistiéndolo como a un hijo que apenas se inicia en lo que nunca debió probar. No sabemos cómo hubiese sido la vida de Héctor Lavoe de haberle hecho caso a su cuerpo y no haber experimentado con otras drogas. No es una especulación fácil. Posiblemente hubiese terminado alcohólico, como tantos de sus compatriotas disfuncionales. Seguro que habría terminado con una mujer como Puchi-Jennifer: según la película, mujer puertorriqueña quiere decir enfermera para empezar, medio madre al casarse, pelota de rabia y resentimiento en la relación, siempre dominante y jodona, algo deseante, o quizás siempre, de esa ternura que muchas veces le es negada y que ella intenta compensar, a borbotones, con un perdón incondicional que no permite el crecimiento del varón. La droga quizás fue opción para ese jovencito ingenuo a punto de coger las primeras bofetadas; las mujeres no lo fueron; son condicionamientos de la cultura isleña y también de la migratoria.
El tránsito de la marihuana, que no conoció acá, al “crowd” que en los setenta se hartó nariz arriba con el perico, se logra en la película mediante una escena que, por emblemática, reúne muchas de las contradicciones de nuestra cultura, tanto acá como allá: la hermana de Héctor-Marc ha invitado a los recién estrenados novios a comerse unas habichuelas que ella guisa como nadie. Puchi-JLo es de allá, criada también, como ella dice, en una isla que se llama Manhattan. La suspicacia de la hermana de Héctor-Marc hacia esa otra variante de la mujer boricua, incubada allá -igualmente maternal y vigilante del varón como cachorro-, resulta de una gran sutileza. Son mujeres que se enfrentan -una desde el español, la otra desde el inglés- y comparten esa visión del varón como alguien vulnerable. Héctor-Marc las mira sorprendido y algo molesto, llamándolas a capítulo y reconciliación con algo de timidez y poca elocuencia. (Más adelante se dirá que Héctor-Marc prefiere no hablar sobre lo que le duele). Héctor-Marc es el varón que vive de acuerdo a las sensaciones, un poco al garete y sin mucha vida interior, que no quiere garatas ni peleas por despreocupado, que siempre se le hace difícil entender lo que pasa a su alrededor por egocéntrico. De ahí en adelante, Puchi-JLo llevará todo el peso de la reflexión. Será una enfermera con la ambición de rescatarse para un poco de sensatez, y así no perder todo el control del puertorro que está malito. La hermana (“gente como tú”, los boricuas de N.Y., le recrimina a Puchi-JLo…) seguirá cultivando cierto grado de superioridad por la fluidez en las dos lenguas y el conocimiento de unos orígenes que entiende pervertidos por la experiencia niuyorkina.
En el corazón de tanta locura -jodedera, drogas, fama, más éxito, salsa y corrupción, mujeres y kinkiness sexual- está el drama de la pareja puertorriqueña. Se me hace difícil recordar una película que retrate mejor ese tema. Quizás ‘Lo que le pasó a Santiago’ y ‘Dios los cría’ le sigan cerca. Necesitábamos a JLo y Marc Anthony para encarnar ese drama, y con todos los ribetes de sus actuaciones extraordinarias, que evidencian no sólo el talento sino también la inteligencia de ambos.
Puchi-JLo intenta dominar; es voluntariosa. Héctor-Marc es débil y se ausenta. Ella va a buscarlo, lo hala por las greñas, lo saca lo mismo de la cuneta que del hospitalillo o los bretes con las intrusas; ahora es la fiera que condiciona poco -y algo locamente- el amor al marido. Ahora es tirana, madre, hermana y -como empezamos a decir en esos años setenta- compañera. También es consejera artística y manager, manejadora y administradora de los bienes gananciales, la defensora de los billetes bien ganados para la familia, frente a tiburones como Jerry Masucci.
Ambos se meten a la jodedera de la droga; pero ella tiene el cuidado de no irse completamente por el chorro -léase la heroína, la manteca- para no perder control y rescatarse de la esclavitud total. Esnifea coca y aparentemente le divertía la posibilidad del “cuadro sexual”; pero, con las mismas, intentaba mantener el deseo de conservar la familia. Gente loca esta, colocada justo en la encrucijada entre la tradición y una modernidad conflictiva. Es una mujer, esta Puchi-JLo, intensa, apasionada y dominante. Jennifer López logra esa caracterización con una mezcla de astucia y fuerza visceral, casi genital; se emplea muy a fondo del personaje, con gran complejidad.
La actuación de ella, lo mismo de la de él, tiene una veracidad que, en gran medida, se debe a que son pareja. Parte del placer de ‘El Cantante’ es un poco fisgonear, entrever, una relación muy paralela a la de Héctor y Puchi: la mujer dominante, y de gran voluntad, casada con el varón un tanto débil, y ajeno a las complejidades y obligaciones de la realidad.
Eso sí, dudo que la pareja Puchi-Héctor fuera tan glamorosa o tuviera el dinero para jacuzzis y apartamentos con portero. Tampoco tan buen gusto… (El Héctor Lavoe histórico era una mezcla de men puertorro y pachuco mexicano). Quizás, por momentos, hay demasiada JLo en Puchi; por momentos se le va la mano en el glamour. Y hay también sus momentos cómicos en que se desdibuja la frontera entre ambas parejas: Héctor-Marc siempre quiso cierto tipo de mujer, algo “sassy” pero también putona, aquí está mirándole el trasero a Iris Chacón en la tele, mientras tiene el portento de Jennifer justo al frente de sus ojos. Es una escena kinky en que él, muy orondo y echado para atrás, se reconoce dueño de lo que muchos hombres desearon (Iris) y ahora desean (JLo). Basta ello como un petite hommage tanto al trasero de esas puertorriqueñas internacionales como a la condición sine qua non del perreo borincano. Si no estuviera tan bien hecha, la escena daría vergüenza ajena.
Que si pacatín que si pacatán, que si mucha o poca droga. No sé. Vi la necesaria como para que la juventud opte por estilos de vida más prudentes. La Perla como la madre coraje de la maldad me pareció exacta: algún día algún asambleísta municipal valiente propondrá que se implosione ese matadero de juventud y se construya, en su lugar, una ventana al mar y a la vida. Lo de los cuadros sexuales entre Willie Colón y Héctor Lavoe -¡qué novedad!- me parece bastante improbable; el machismo puertorriqueño de barriada no da para tanto, aun entre jodedores de ese calibre y arrebatos de tal categoría.
El acento en la tragedia es parte importante del drama. Fue una vida trágica en que las candilejas, como también la loquera y el fenómeno salsa, duraron poco. Ya en los ochenta todos estaban en la resaca y el hangover de la fiesta y el merengue prevalecía. Ni siquiera los Beatles duraron más de diez años.
Su adicción a la fama y al público están ahí, también la ilusión y la añoranza de la paternidad responsable: la escena de la pareja, ya explotada y sometida por la droga, tratando de ponerle atención al “break dancing” del chamaco en medio de una de esas rabiosas garatas mitad perico mitad resentimiento, es conmovedora. De la afición a su público queda esa escena tremenda, hacia el final, en que el coliseo está vacío y las luces ya están a punto de apagarse. Es el dolor, la soledad, de ya no ser alguien, de quien tiene poca identidad propia, ese vacío hondo de todos los adictos que en el mundo han sido.
Marc Anthony estuvo extraordinario: flaco, fibroso, reseco por la heroína, apto para sobrevivir una caída de muchos pisos, inclinado a tropezones, el chamaco “accident prone” que primero recibió la bofetada de la droga y finalmente fue mordido por el perro, el simpático pobre diablo con carisma y talento, pero que nunca se enteró de mucho. Encarnó perfectamente a Lavoe; fue una caracterización hecha de tics, presencia propia, gesticulación ajena, Lavoe invocado con la voz, los carismas ajenos llamados con el propio.
Todo lo otro es hipocresía puertorriqueña. Cuando escribí ‘El entierro de Cortijo’ se me dijo sobre la droga: “De eso no se habla”. Hay un sentido de honorabilidad y valía que aún rezuma nuestra alma campesina; en las coordenadas de lo que se dijo sobre Héctor Lavoe y lo que no se debería decir está ese vínculo insondable entre los de acá y los de allá… ¿Críticas? Menos glamorosa, más mantecosa; no vi zapatacones, ni dashikis, ni “bell bottoms” para combinar con las camisas bellacas, que sí aparecen con sus cálicos y flores. León Ichaso, que es cubano, debería saber que los collares nunca los pone una mujer.
La próxima película de este talentoso director, obcecado con la disfunción puertorriqueña, debe ser sobre el éxito de la familia Figueroa en Europa, en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Eso sí que es una historia extraña, casi inverosímil, de cómo unos músicos mulatos puertorriqueños llegaron a triunfar en escenarios europeos, convirtiéndose en colegas de Alfred Cortot y Maurice Ravel. Pero, como siempre, alguien dirá que los Figueroa nunca fueron mulatos, o que eso no se dice.
Tomado de El Nuevo Día, www.endi.com, Sección La Revista, 12 de agosto de 2007
Por Edgardo Rodríguez Juliá.
Sonaba perfecto: meterme en el túnel del tiempo y recuperar algo del espíritu salsero del Cheetah y las Fania All Stars -carismas todos de mi juventud y los años setenta- a través de una visita a la suburbia profunda de Guaynabo City, los cines de la bien llamada Guaynabo Plaza. (También es que en estos tiempos del I.V.U. he desarrollado un gusto perverso por sacar a relucir mi I.D. de “senior”…). Sería una evocación, casi imposible, desde dos coordenadas puestas en las antípodas de la experiencia boricua de los últimos cincuenta años: la isla de Nueva York y la de Héctor O’Neill, ambas con la pretensión del inglés. Más allá de K-Mart están Guaynabo Plaza y sus ‘fast foods’, los cines concebidos a la manera de Disney, la falsificación de una gruta submarina que ya no sabemos si evoca la del Capitán Nemo o la de algún decorador puertorro huelestaca con ambición kitsch. La mediana de edad en este cine son los quince y las películas son escogidas para I.Q. de setenta y cinco. Al fondo, mano izquierda, después de la galería de juegos virtuales colocada a la entrada, me reciben las figuras reconfortantes de Jennifer López y Marc Anthony. El cantante Héctor Lavoe me promete un buen molinillo de identidad boricua, y quizás, al final, un buen tarro de brillantina Halka, justo lo que necesito para esta tarde de verano, y a dos meses de cumplir esos sesenta y un años que Héctor -nacido también en 1946- no cumplió por irreflexivo.
La película empezó mal: Ismael Miranda -mal actor, buen sonero- haciendo de papá, sermoneándole a Marc-Héctor sobre su viaje a Nueva York. Si poco convincentes son esas guayaberas que a mediados de los sesenta comenzaban a estar passé, medio gallegonas, vestimenta de cubanos nostálgicos, peor estuvo esa visión, algo maniquea, de un Puerto Rico que aún conservaba su inocencia y unos niuyores prestos a corromper.
Muchas veces, cuando de drama se trata, ciertos rasgos de caracterización importan más que la fidelidad histórica. Héctor Pérez, alias Lavoe -un apellido en francés que supuestamente le añadiría ‘cachet’- llega a los niuyores con la inocencia, cierta torpeza, del jibarito con los ruedos de los pantalones aún enfangados. Ya se vislumbra ese Héctor-Marc algo torpe e impulsivo, que prueba la marihuana en los “parises” de allá y termina volcao, vomitando en la bacineta del inodoro, Jennifer-Puchi asistiéndolo como a un hijo que apenas se inicia en lo que nunca debió probar. No sabemos cómo hubiese sido la vida de Héctor Lavoe de haberle hecho caso a su cuerpo y no haber experimentado con otras drogas. No es una especulación fácil. Posiblemente hubiese terminado alcohólico, como tantos de sus compatriotas disfuncionales. Seguro que habría terminado con una mujer como Puchi-Jennifer: según la película, mujer puertorriqueña quiere decir enfermera para empezar, medio madre al casarse, pelota de rabia y resentimiento en la relación, siempre dominante y jodona, algo deseante, o quizás siempre, de esa ternura que muchas veces le es negada y que ella intenta compensar, a borbotones, con un perdón incondicional que no permite el crecimiento del varón. La droga quizás fue opción para ese jovencito ingenuo a punto de coger las primeras bofetadas; las mujeres no lo fueron; son condicionamientos de la cultura isleña y también de la migratoria.
El tránsito de la marihuana, que no conoció acá, al “crowd” que en los setenta se hartó nariz arriba con el perico, se logra en la película mediante una escena que, por emblemática, reúne muchas de las contradicciones de nuestra cultura, tanto acá como allá: la hermana de Héctor-Marc ha invitado a los recién estrenados novios a comerse unas habichuelas que ella guisa como nadie. Puchi-JLo es de allá, criada también, como ella dice, en una isla que se llama Manhattan. La suspicacia de la hermana de Héctor-Marc hacia esa otra variante de la mujer boricua, incubada allá -igualmente maternal y vigilante del varón como cachorro-, resulta de una gran sutileza. Son mujeres que se enfrentan -una desde el español, la otra desde el inglés- y comparten esa visión del varón como alguien vulnerable. Héctor-Marc las mira sorprendido y algo molesto, llamándolas a capítulo y reconciliación con algo de timidez y poca elocuencia. (Más adelante se dirá que Héctor-Marc prefiere no hablar sobre lo que le duele). Héctor-Marc es el varón que vive de acuerdo a las sensaciones, un poco al garete y sin mucha vida interior, que no quiere garatas ni peleas por despreocupado, que siempre se le hace difícil entender lo que pasa a su alrededor por egocéntrico. De ahí en adelante, Puchi-JLo llevará todo el peso de la reflexión. Será una enfermera con la ambición de rescatarse para un poco de sensatez, y así no perder todo el control del puertorro que está malito. La hermana (“gente como tú”, los boricuas de N.Y., le recrimina a Puchi-JLo…) seguirá cultivando cierto grado de superioridad por la fluidez en las dos lenguas y el conocimiento de unos orígenes que entiende pervertidos por la experiencia niuyorkina.
En el corazón de tanta locura -jodedera, drogas, fama, más éxito, salsa y corrupción, mujeres y kinkiness sexual- está el drama de la pareja puertorriqueña. Se me hace difícil recordar una película que retrate mejor ese tema. Quizás ‘Lo que le pasó a Santiago’ y ‘Dios los cría’ le sigan cerca. Necesitábamos a JLo y Marc Anthony para encarnar ese drama, y con todos los ribetes de sus actuaciones extraordinarias, que evidencian no sólo el talento sino también la inteligencia de ambos.
Puchi-JLo intenta dominar; es voluntariosa. Héctor-Marc es débil y se ausenta. Ella va a buscarlo, lo hala por las greñas, lo saca lo mismo de la cuneta que del hospitalillo o los bretes con las intrusas; ahora es la fiera que condiciona poco -y algo locamente- el amor al marido. Ahora es tirana, madre, hermana y -como empezamos a decir en esos años setenta- compañera. También es consejera artística y manager, manejadora y administradora de los bienes gananciales, la defensora de los billetes bien ganados para la familia, frente a tiburones como Jerry Masucci.
Ambos se meten a la jodedera de la droga; pero ella tiene el cuidado de no irse completamente por el chorro -léase la heroína, la manteca- para no perder control y rescatarse de la esclavitud total. Esnifea coca y aparentemente le divertía la posibilidad del “cuadro sexual”; pero, con las mismas, intentaba mantener el deseo de conservar la familia. Gente loca esta, colocada justo en la encrucijada entre la tradición y una modernidad conflictiva. Es una mujer, esta Puchi-JLo, intensa, apasionada y dominante. Jennifer López logra esa caracterización con una mezcla de astucia y fuerza visceral, casi genital; se emplea muy a fondo del personaje, con gran complejidad.
La actuación de ella, lo mismo de la de él, tiene una veracidad que, en gran medida, se debe a que son pareja. Parte del placer de ‘El Cantante’ es un poco fisgonear, entrever, una relación muy paralela a la de Héctor y Puchi: la mujer dominante, y de gran voluntad, casada con el varón un tanto débil, y ajeno a las complejidades y obligaciones de la realidad.
Eso sí, dudo que la pareja Puchi-Héctor fuera tan glamorosa o tuviera el dinero para jacuzzis y apartamentos con portero. Tampoco tan buen gusto… (El Héctor Lavoe histórico era una mezcla de men puertorro y pachuco mexicano). Quizás, por momentos, hay demasiada JLo en Puchi; por momentos se le va la mano en el glamour. Y hay también sus momentos cómicos en que se desdibuja la frontera entre ambas parejas: Héctor-Marc siempre quiso cierto tipo de mujer, algo “sassy” pero también putona, aquí está mirándole el trasero a Iris Chacón en la tele, mientras tiene el portento de Jennifer justo al frente de sus ojos. Es una escena kinky en que él, muy orondo y echado para atrás, se reconoce dueño de lo que muchos hombres desearon (Iris) y ahora desean (JLo). Basta ello como un petite hommage tanto al trasero de esas puertorriqueñas internacionales como a la condición sine qua non del perreo borincano. Si no estuviera tan bien hecha, la escena daría vergüenza ajena.
Que si pacatín que si pacatán, que si mucha o poca droga. No sé. Vi la necesaria como para que la juventud opte por estilos de vida más prudentes. La Perla como la madre coraje de la maldad me pareció exacta: algún día algún asambleísta municipal valiente propondrá que se implosione ese matadero de juventud y se construya, en su lugar, una ventana al mar y a la vida. Lo de los cuadros sexuales entre Willie Colón y Héctor Lavoe -¡qué novedad!- me parece bastante improbable; el machismo puertorriqueño de barriada no da para tanto, aun entre jodedores de ese calibre y arrebatos de tal categoría.
El acento en la tragedia es parte importante del drama. Fue una vida trágica en que las candilejas, como también la loquera y el fenómeno salsa, duraron poco. Ya en los ochenta todos estaban en la resaca y el hangover de la fiesta y el merengue prevalecía. Ni siquiera los Beatles duraron más de diez años.
Su adicción a la fama y al público están ahí, también la ilusión y la añoranza de la paternidad responsable: la escena de la pareja, ya explotada y sometida por la droga, tratando de ponerle atención al “break dancing” del chamaco en medio de una de esas rabiosas garatas mitad perico mitad resentimiento, es conmovedora. De la afición a su público queda esa escena tremenda, hacia el final, en que el coliseo está vacío y las luces ya están a punto de apagarse. Es el dolor, la soledad, de ya no ser alguien, de quien tiene poca identidad propia, ese vacío hondo de todos los adictos que en el mundo han sido.
Marc Anthony estuvo extraordinario: flaco, fibroso, reseco por la heroína, apto para sobrevivir una caída de muchos pisos, inclinado a tropezones, el chamaco “accident prone” que primero recibió la bofetada de la droga y finalmente fue mordido por el perro, el simpático pobre diablo con carisma y talento, pero que nunca se enteró de mucho. Encarnó perfectamente a Lavoe; fue una caracterización hecha de tics, presencia propia, gesticulación ajena, Lavoe invocado con la voz, los carismas ajenos llamados con el propio.
Todo lo otro es hipocresía puertorriqueña. Cuando escribí ‘El entierro de Cortijo’ se me dijo sobre la droga: “De eso no se habla”. Hay un sentido de honorabilidad y valía que aún rezuma nuestra alma campesina; en las coordenadas de lo que se dijo sobre Héctor Lavoe y lo que no se debería decir está ese vínculo insondable entre los de acá y los de allá… ¿Críticas? Menos glamorosa, más mantecosa; no vi zapatacones, ni dashikis, ni “bell bottoms” para combinar con las camisas bellacas, que sí aparecen con sus cálicos y flores. León Ichaso, que es cubano, debería saber que los collares nunca los pone una mujer.
La próxima película de este talentoso director, obcecado con la disfunción puertorriqueña, debe ser sobre el éxito de la familia Figueroa en Europa, en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Eso sí que es una historia extraña, casi inverosímil, de cómo unos músicos mulatos puertorriqueños llegaron a triunfar en escenarios europeos, convirtiéndose en colegas de Alfred Cortot y Maurice Ravel. Pero, como siempre, alguien dirá que los Figueroa nunca fueron mulatos, o que eso no se dice.
Tomado de El Nuevo Día, www.endi.com, Sección La Revista, 12 de agosto de 2007
Creo que El Cantante no pasa de ser un pretexto para Edgardo meterle el diente a uno de sus temas predilectos: la disfuncionalidad de las parejas de su generación. Quien haya visto la película no puede pensar que Marc estuvo extraordinario, si acaso fue competente, y el pathos de JLo daba grima. Joder, ni irónicamente escribiría que Icaso es un talentoso director. Tal vez yo vi otra película. La que yo vi era de un libreto hecho de parchos mal pegados, de un patetismo trasnochado y de una cinematografía del montón. Por momentos se me hizo insufrible. Un documental televisivo sobre Lavoe es mucho más interesante.
ResponderBorrarLo de Rodríguez Juliá es lo mejor que he leído sobre la película. Pero Edgardo convierte un viaje a comerse una alcapurria de jueyes en literatura. Así que no vale. Al igual que el autor de la memorable Noche oscura del niño Avilés, creo que la actuación del flacucho suertudo es muy buena. Jlo, olvidando escenas como la del lavado de ventana en U-Turn y el énfasis en su paradigmático trasero, nunca ha sido mala actriz aunque ha hecho películas deplorables. Aún en la menospreciada Gigli, vista ahora sin prejuicios de soup talk, se defiende bien. La música, claro, se escucha genial y la voz de Marc Anthony es prístina. Pare de contar.
ResponderBorrarEl Miope Mayor ha ragione...la narración consiste de parchos mal puestos. Y la intención no era un pastiche. Hay un intento de narrar coherentemente pero la sensación es de que algo falta. Igual pasó con aquella de Piñero, en la que Benjamin Bratt fungía de tecato nacional. En fin...no me pareció una mala película. Tampoco buena.