Noticias del diluvio, Eduardo Lalo

 

(Hace unos meses recibo el siguiente mensaje: "Gran cangrejo he aquí el anuncio de la cocolía quedada". Sin reparos, entre palancas.)



Noticias del diluvio

Por Eduardo Lalo


1

El acto de caminar es el movimiento inmemorial de la inquietud. Primero y durante miles de años pueblos nómadas, más tarde  peregrinos, naturalistas u hombres y mujeres de incierto oficio y pasado, recorrieron el espacio, impulsados por sus propios pies, dándole la espalda a la seguridad de muchas cosas, en busca de experiencias y conocimiento. En el camino había marcas (esa suerte de escritura anterior a la letra), que podían ser el rastro de animales u otros hombres, piedras en forma de montículos o levantadas como dólmenes o, también, las cenizas frías de los hogares en los que se encontraba ya la materia orgánica de la que saldría la tinta. La sucesión indefinida de pisadas del caminante antiguo anunciaba la línea vacilante de las posteriores palabras escritas en renglones; era ya, para el poseedor de los pies que se hundían en las huellas, una escritura del mundo en el mundo.

Es torpe e injusto el énfasis que se le ha atribuido a la mano, cuando es el pie la mano de la especie. Una zancada tras otra, mediante esta reiteración tan aparentemente simple como la de la respiración, el espacio abierto se convierte en surco, en trayecto. El paso, esa repetición respiratoria y vital, pues la inmovilidad resulta en la muerte del nómada, lleva al hombre a descubrir el relato, que no es otra cosa que la introducción de un tiempo mental a una sucesión de pasos. Ahora, en las noches, junto al fuego, miles de pisadas se resumen en una frase, mientras que una docena se describen con tal minuciosidad que queda rebasada la idea del movimiento y se descubre en ellas una profundidad insospechada. No hay narración ni experiencia humana (acaso son lo mismo) sin edición y cámara lenta. Estos procedimientos cinematográficos son mucho más que técnicas de un arte moderno. Probablemente desde el primer relato de la especie existen como formaciones espaciales y temporales que permiten la narración. Han sido a tal punto imprescindibles, que sin su recurso no hay cadena de enunciados que no sea una simple lista. Debido a esto es que se puede afirmar que en el acto de caminar se encuentra en potencia el de narrar: el primero (el desplazamiento) sólo es reproducible mediante el segundo (su reformulación), porque de lo contrario el camino resultaría inexpresable y desposeído de gozo, pues sería exactamente equivalente a su longitud e irreconstruible por las palabras. Sería puro contenido factual, un listado de hechos.

La marca de la huella del pie pasa a ser la marca de la huella de la mano cuando un hombre se sienta en la noche y, ante sus compañeros, señala lo que la boca dice apuntando con el dedo a algún lugar del horizonte. De esta manera, el espacio del mundo entró por los pies y salió por las extremidades superiores y cupo en los cuerpos de la especie.

Esta experiencia primordial es recuperable. Nuestro cuerpo, por más sedentarios que seamos, es el que evolucionó para ser nómada. Todavía hoy, por más banales que sean la mayor parte de las historias, éstas conservan los procedimientos de edición y cámara lenta, la transformación del trayecto en relato que estuvo en la voz de los nómadas. Todavía se puede entender la cultura de nuestra especie dejando que el orbe entre por nuestros pies y salga por nuestras manos. ¿Pero cómo hacerlo cuando más que espacio indefinido y aventura abierta tenemos la reiteración de un espacio de diseño, cuando ya no existen tierras por descubrir sino ámbitos colonizados por las catástrofes de la historia?

En los relatos antiguos, me refiero a los muy antiguos, a los anteriores a las civilizaciones, sus personajes vencían fuerzas desmesuradas. El héroe del mito, contrario a las apariencias, no conoce verdaderamente la derrota humana. Éste aun al morir triunfa, pues concede a su pueblo un legado cultural. En el mito, ni el tiempo ni el espacio del mundo tienen término, porque todavía no han pasado por su descubrimiento-destrucción (por su escritura rayada). El pie del hombre puede todavía conocer cualquier cosa en un horizonte sin límites.

Los relatos atravesados por una cultura civilizada, es decir, aquellos ya fijados por la escritura, poseen otra naturaleza y otras tensiones, pero acaso no han podido erradicar de sí las sombras de los que los antecedieron. En el texto inaugural de esta tradición, en la Epopeya de Gilgamés de entre los siglos XIII y XII a.e.c., se lee en su primera tablilla de barro:
            “El que vio lo más hondo
                        los cimientos del País
            [el que conoció…,]
                        sabio en todos los campos:
[Gilgamés:]
            […]
           
            Vio lo secreto,
                        descubrió lo escondido:
            nos trajo noticias
                        de antes del Diluvio.”
El Diluvio, que es la inundación suprema, apaga fuegos, borra huellas, desvanece túmulos, derrumba dólmenes. La acción del agua desfigura el paisaje y lo deja sin las huellas de  los hombres, sin su primera escritura-marca. El Diluvio constituye, en este contexto mítico, una suerte de primera escritura rayada, de catástrofe fundadora de todas las otras, y deviene un lugar en que muerte y vida unen sus sentidos y, mediante un poder recién llegado (el del agua o el Imperio civilizado) extermina pueblos y memoria.
Por ello, cierta práctica de la escritura, aquella que como la deriva del nómada le da la espalda al Templo y al Estado, nos trae noticias del Diluvio y, además, preserva las sombras de lo que hubo antes. Es el empeño de convertir el camino en lectura, el trayecto en relato, para construir la memoria y el conocimiento.
Los escritores que me interesan son aquellos que traen noticias de los diluvios; aquéllos que atravesaron la devastación como si fuera una estepa o un bosque. 
2
Recurro a una frase deslumbrante: “Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio” (Alejandra Pizarnik, “La palabra que sana”). Pienso que esta oración de un poema en prosa de la escritora argentina describe, como pocas, la consideración de la invisibilidad a la que aspiran mis libros. (No es un detalle el hecho de que tres de ellos sean, además de ensayos, propuestas visuales. No es desdeñable el empeño en hacer visible lo que no se ha querido o podido ver.) Desde la ciudad de San Juan al Caribe que habito y el mundo resume en un puñado de imágenes, desde lo que marcan los presos en la cárcel a lo que escriben los locos o los ignorantes por las calles, todo ese legado sin prestigios, incanonizado e hipercolonizado, pero poseedor del mismo potencial trágico de cualquier cultura o literatura prestigiosa, se ha convertido en mi materia de escritura y pensamiento. Y he intentado, que ese silencio enorme, que no es sino un fragmento del Diluvio, suene a silencio pero también a canto. Me he propuesto así una arqueología del presente, casi efectuada en tiempo real, hecha a partir de los pasos del caminante que incluso a veces escribe (y fotografía y dibuja) a la vez que marcha, porque no he podido aguardar a que mi mundo sea, interpretando las palabras de Pizarnik, desenterrado por los que manejan los lenguajes de la visibilidad. He tratado de demostrar que “alguien canta el lugar en que se forma el silencio”.
El silencio humano, que es una forma de invisibilidad, surge por una respuesta desinteresada, indiferente o, incluso, por la ausencia total de respuesta, es decir, de imagen. Contrario a lo pensado comúnmente, la invisibilidad es la circunstancia humana más universal. Las sociedades modernas y posmodernas han dominado en la medida en que han podido ilusionar a incontables millones de personas con experiencias vicarias, brindándoles la sensación de inclusión y participación por su familiaridad con unas pocas imágenes.
Quizás por ello uno de los actos más comunes de la humanidad sea el no-ver. Debería añadir, el acto voluntario de no-ver. (Aquí queda incluida, por supuesto, la más terrible variedad de esta ceguera que se encuentra asociada a múltiples formas de servidumbre, la de no-ver-que-no-se-nos-ve.) Es notable el hecho de que toda centralidad, todo mainstream, produzca, más que luminosidad o transparencia, ojos maculados. La realidad difícilmente penetra a estos ojos, porque ya están llenos. Son una ciudad con un encintado de murallas. Ya son Uruk, Ur o Nínive. Ya son el Templo, la Ley, el Imperio.
Quiero hacer una historia ejemplar y no puedo precisar por qué las historias ejemplares tienen que ver con el silencio. En el extremo sur del continente americano, a ambos lados de la frontera chileno-argentina, en Tierra del Fuego (y todo país es, en más de un sentido, una Tierra del Fuego) existió hasta no hace tanto uno de los últimos pueblos nómadas del mundo: los selk’nam. Se estima que para 1880 la gran isla albergaba una población de entre 3,500 y 4,000 miembros de esta etnia. En solo cuatro años, entre 1897 y 1901, desapareció el 90% de esta población. Como en el Lejano Oeste estadounidense se pagó por cada pieza asesinada: una libra esterlina por testículos y senos y media libra por cada oreja de niño.
Sin embargo, antes de su disolución casi total en las primeras décadas del siglo XX, los selk’nam tuvieron un amigo. Se trató del antropólogo chileno nacido en Austria Martín Gusinde (1886-1969). Casi todo lo que sabemos de este pueblo cazador de guanacos proviene de los cientos de páginas que este hombre escribió sobre ellos y otros pueblos fueguinos también exterminados, los yámanas y los alcalufes, luego de convivir por unos años con sus últimas generaciones. Sabemos, además, que los selk’nam pusieron nombre a Martín Gusinde. Le llamaron “Mankasen”. En su lengua “man” quiere decir sombra y “kasen” cazador. El antropólogo era el cazador de sombras. Es conmovedora la sutileza conceptual de los selk’nam que supieron, en pleno genocidio, diferenciar las formas de su caza: la inhumana de sus asesinos y la amorosa del que manejaba pluma, cuaderno y cámara fotográfica. Mankasen coleccionaría sus detritos y daría fe de su extinción. Traería hasta nosotros las noticias del Diluvio.
 
Dije antes que no sabía precisar de qué forma las historias ejemplares se relacionan con el silencio.
El nómada, que también es una historia ejemplar, marca con sus pies su descubrimiento del mundo. A veces hace un montículo de piedras, a veces en la pared de una cueva descubre, con un tizón aún tibio, la tinta. Alguna vez su pie se hundió en el barro del lecho de un río y decenas de miles de años más tarde, descubrimos su huella fosilizada en un desierto. Podemos leer o no en silencio, pero siempre se lee el silencio. Como en la música, las palabras enmarcan lo que es imposible decir. He aquí, quizá, una definición de la tragedia: es el relato en el que el silencio se transforma en belleza.
Toda historia ejemplar tiene que ver con el silencio y la invisibilidad. No puedo aspirar a decir ni a mostrar, palabras e imágenes son dedos que señalan, paréntesis que delimitan. Pero afirmo, porque lo atravesé muchas veces, aplastado por el silencio de mi sociedad, invisibilizado por el estruendo de las imágenes que nos vencieron, que en mis páginas está el Diluvio y que en esa inundación que acaso ya ciega mi voz, cabe alguna comprensión de su significado. Y así yo también puedo decir que vi lo más hondo, los cimientos del País, lo escondido y que además “he cantado el lugar en que se forma el silencio”. Para otra cosa no me han valido ni los pies ni las manos, ni el camino ni la pérdida. 
Resulta apropiado terminar con una voz ausente, tan inubicable como en el reino de la invisibilidad moderna puede ser la mía. Una voz que primeramente fue voz y muy tardíamente escritura. Este canto de los últimos selk’nam anotado por Martín Gusinde es a la vez testimonio de lo imposible y manifestación de la belleza, palabras que desgarran la enormidad del silencio:
            “Aquí estoy cantando.
            El viento me lleva.
            Estoy siguiendo las pisadas de los que murieron.
            Se me ha permitido venir a la montaña de Poder.
            He llegado a la Cordillera del Cielo.
            El poder de aquellos que murieron vuelve a mí.
            Del infinito me han hablado.
            Las pisadas de los que se fueron están aquí.”
Con esas pisadas (las de los que se fueron), con las que concluye el canto selk’nam, se construye eso que llamamos lectura, pues en las letras de los que no están, está lo que se lee. La escritura que tenga consciencia de sí misma, conoce tanto su precariedad como su fuerza, su invisibilidad y sus hallazgos. Los caminantes saben que las huellas desaparecen. A veces, casi siempre, se canta para el silencio y la disolución. A veces el canto se vuelve más canto porque contiene más silencio.
(Texto leído el 23 de septiembre de 2011, en la Universidad de Maryland, College Park.)

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