Un aluvión de fantasmas compartidos

El libro constituye el minucioso relato de las peripecias vitales de la poeta durante su estadía en París. La correspondencia con quien fuera su primer psicoanalista revela los abismos y los miedos recurrentes de la autora de Arbol de Diana.

Por Silvina Friera

El poema es una forma abismal de la vida, desde el éxtasis –o el frenesí de habitar la luna– hasta la desesperación. La obra de Alejandra Pizarnik es así de extrema: una fuente inagotable de ansiedades y desasosiegos que cabalgan por la sintaxis de pesares, obsesiones y tormentos sin tregua en el devenir radical de la lengua-existencia. “Necesito hacer bellas mis fantasías, mis visiones. De lo contrario no podré vivir. Tengo que transformar, tengo que hacer visiones iluminadas de mis miserias y de mis imposibilidades.” Palabra inédita de Alejandra que –a casi cuarenta años de su muerte, el próximo 25 de septiembre– al fin resplandece en las páginas de Alejandra Pizarnik/León Ostrov: Cartas, una joya mayúscula publicada por la editorial de su primer psicoanalista. Un relámpago la retuerce en el imperativo de un deseo tan fuerte como el miedo de no poder conjurar los mil demonios que la asedian. “Usted es de esos seres que trabajan siempre porque la intimidad no descansa. Y si sus miedos y miserias se convierten, después, en palabras bellas, pues alégrese, porque las palabras bellas sólo surgen cuando algo, de adentro, hermoso o terrible, mejor, hermoso y terrible, las impulsa”, le responde Ostrov.

El epistolario de Pizarnik a Ostrov constituye el minucioso relato de las peripecias vitales de la poeta durante su estadía en París: la descripción de sus sucesivas viviendas; de su bohemia y desordenada cotidianidad; su trabajo rutinario en la revista Cuadernos del Congreso para la Libertad de la Cultura; la referencia a nuevas amistades literarias; la reflexión sobre el sufrimiento que le ocasionaron algunas de sus antiguas relaciones; la conciencia de sus amores imposibles y del difícil vínculo con su familia –“la imagen de la solterona frustrada e idiotizada por su madre me persigue”–; la irrupción de los problemas de salud y los malestares físicos –“renuncié absolutamente al café, al alcohol y casi al tabaco”–; el relato de situaciones puntuales como el encuentro con Simone de Beauvoir, la entrevista a Marguerite Duras, la visita de Olga Orozco, la relación “rara” con Octavio Paz y la amistad con Roberto Juarroz, entre otros. Andrea Ostrov define la publicación de este corpus como “un acto de justicia” hacia la poeta y su padre, quienes mantuvieron una correspondencia ininterrumpida entre 1960 y 1964, los años parisinos de la autora de Arbol de Diana. Se han conservado 21 cartas de la poeta –excepto tres de ellas, todas datan del período en que estuvo en París– y sólo cinco de las respuestas del psicoanalista, que actualmente integran el Archivo Pizarnik de la Universidad de Princeton. Alejandra tenía 18 años a mediados de 1954, cuando empezó a psicoanalizarse. La terapia se prolongó poco más de un año. La amistad, en cambio, trascendió la exigua frontera del diván.

“Mi primera impresión, cuando la vi, fue la de estar frente a una adolescente entre angélica y estrafalaria. Me impresionaron sus grandes ojos, transparentes y aterrados, y su voz, grave y lenta, en la que temblaban todos los miedos –recordó Ostrov en un texto que publicó en 1983, en el suplemento cultural del diario La Nación–. Y ahora lo puedo decir: no podía sustraerme al goce estético que su lectura y su visión suscitaban en mí, y quedaba, en ocasiones, si no olvidada, postergada mi específica tarea profesional, como si yo hubiera entrado en el mundo mágico de Alejandra no para exorcizar sus fantasmas sino para compartirlos y sufrir y deleitarme con ellos, con ella. No estoy seguro de haberla siempre psicoanalizado; sé que siempre Alejandra me poetizaba a mí.” Las Cartas ponen de relieve que, aunque la relación médico-paciente había concluido hace tiempo, Ostrov representaba para Alejandra “una figura paterna y contenedora, a quien recurría en los momentos de angustia y desesperación más terribles, cuando surgían los miedos más inmanejables y avasalladores”, como precisa Andrea en el estudio que oficia de prólogo. La narración epistolar apuntala los cimientos de una intimidad que sólo un ciego a las inflexiones de esta intensa amistad no percibiría. “Cómo seguir si ‘el miedo se me adhiere a mi rostro como una máscara de cera’ cuando pienso en los exámenes, en hablar en público. La primera solución que se me presenta es el psicoanálisis. Quizá me ayude a poder hablar sin miedo –escribe Alejandra en la carta 5–. Pero si no fue posible curarme con su ayuda, por qué será posible con otra, cuál será mejor, es que acaso hay alguien mejor que usted en Buenos Aires. Y no sólo no poder hablar me lleva a pensar en este tratamiento: es también el pasado que aquí despertó, que me sobreviene en oleadas, que me molesta como una invasión de moscas venenosas. Me debato y mato, pero vienen más y más. Hasta que caigo y viene el silencio.” Esta carta es quizá una de las más bellas por la hondura de las confesiones que despliega dentro de este corpus novedoso que ahora se incorpora al “cuerpo” Pizarnik. “Todo esto que cuento y digo sucede hoy –continúa en este texto fechado el 15 de julio de 1960–. Mañana tal vez despierte y sonría con cierto desprecio por la obsesiva de ayer, por sus planes ‘burgueses’, por su anhelo de seguridad.”

Melancólica perpetua

Cuando la poeta acaricia la expectativa de quedarse en París, cuando siente que está atravesando un “buen estado anímico”, le llega la propuesta de hacer el scenario de un film corto sobre César Vallejo para difundir por la televisión en varios países sudamericanos. “Me pasé dos semanas en estado de ansiedad dichosa (...) Y le confieso que pensé con alegría en la posibilidad de ganar mucho dinero, escribir sobre lo que existe y jamás sobre lo ausente, es decir, escribir produciendo obras que serían artículos de consumo (para la T.V.) y pensé con alegría, digo, en no escribir poemas nunca más. ‘Salvada’, me dije. (...) Pero me hacía trampa, porque dentro de mí no hacía el scénario, no lo pensaba, dentro sólo había la esperanza de salvarme.” En esta misma carta le cuenta a Ostrov que una chica le ofreció colaborar en un film corto sobre un desencuentro amoroso. “Le di buenas ideas. Pero hacer diálogos me es imposible. Yo no sé hablar como todos. Mis palabras suenan extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie. ¿Qué artículos de consumo fabricar con mi lenguaje de melancólica a perpetuidad?”

El género epistolar estimula el rescate del instante pasado como una suerte de oxímoron eficaz que permite suspender o eclipsar, en el tiempo de la lectura, una eternidad vacía y no obstante oblicua. “He creído que sería tan fácil cambiar como si fuera vestirse distintamente. Hasta me ocupé de leer los diarios en estas dos semanas. Y saber de política. Hoy hice poemas, necesito escribirle y medito en la muerte y en lo de siempre. Estoy absolutamente convencida de que la vida es invivible. Ejemplo: estamos muertos. Luego, quisiera trabajar y leer y escribir y ganar dinero y no ver nunca a mi familia, y estar sola sin sentirme culpable por eso –enumera en otra de las cartas–. Vida tranquila, industriosa, la que me prometo siempre. Hasta que reviento y me embriago y fornico durante una noche que no es noche sino un oscuro rito para restablecer el hastío y la calma y la espera absurda de siempre.”

Un lamento –o una queja al pie del entusiasmo que despierta sumergirse en esta textualidad– se podría esgrimir: que sólo se preserven cinco cartas de Ostrov (1916-1986). “No se me escapa que la perspectiva comercial y el gran público como destinatario puedan ser un obstáculo insalvable, pero ¡quién sabe! A lo mejor lo suyo es captado, apreciado, porque su lenguaje, aunque lo considere Ud. como que proviene de mundos irreales y fantásticos, puede tocar, en más gente de lo que sospecha, cuerdas que están esperando quien sepa hacerlas vibrar”, le contesta el psicoanalista y escritor que formó parte del grupo fundador de la carrera de Psicología y reunió algunos de sus escritos en Verdad y caricatura del psicoanálisis (1980). Su hija Andrea, doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires e investigadora del Conicet, rastrea con rigurosa sagacidad ciertos dilemas que emergen del conjunto de la correspondencia: “La exigencia social de ‘ganarse la vida’ se convierte en un mandato absurdo y alienante para quien pretende no solo escribir poemas sino hacer poesía con la propia vida”. Un par de ejemplos desnudan cabalmente esta tensión. “No deja de parecerme irrisorio y sorprendente donar siete horas de mi día, donarlas así, sabiendo que la muerte existe, y muchas cosas hermosas existen, y muchas cosas terribles, y trabajar así, como si no pasara nada, como si uno no viniera a la tierra por un tiempo breve”, reconoce Pizarnik en la séptima carta. “Me veo con algunos pintores argentinos –informa en otra–: todos angustiados por el dinero. Yo, de mi parte, habito con frenesí la luna: ¿cómo es posible preocuparse por el dinero? Pero me gustaría no enajenar mi tiempo en un trabajo prolongado –lo que probablemente tendré que hacer–. Pero quiero mi tiempo para mí, para perderlo, para hacer lo de siempre: nada.” Andrea, atinadísima, se pregunta: “¿Cómo conciliar la Poesía con las leyes de mercado que rigen la economía capitalista? ¿Cómo sostener esa ‘nada’ frente a los imperativos de utilidad y productividad que rigen nuestros cuerpos?”.

Entrar en el silencio

La modulación introspectiva de la correspondencia la aproxima, como advierte Andrea, al tono de muchas de las entradas del Diario de Pizarnik. “Inútil explicar mis silencios –empieza la poeta la carta número 11–. En el fondo de mí hay siempre una espera primitiva de un cambio mágico. (Una noche se romperán los espejos, arderán las que fui y cuando despierte seré la heredera de mi cadáver). Estoy tan cansada de mis antiguos temores y terrores que no me atrevo a comunicarlos ni a decirlos. ¿Recuerda mi frase o estribillo de todos mis diarios: ‘Entrar en el silencio’?” En otra carta se lee: “Estoy tocando fondo en mi demencia. Las alucinaciones se multiplican, ahora con miedo (...) Estoy luchando cuerpo a cuerpo con mi silencio, con mi desierto, con mi memoria pulverizada, con mi conciencia estragada”. Hubo algún que otro hiato en la escritura. Lo explicita, por ejemplo, en la carta 13: “Escribo poco, ni siquiera un diario como lo hacía hasta ahora. No tengo que anotar. En verdad quisiera escribir una novela, una novela clásica de ser posible. Pero no es posible porque no participo de la vida como los demás (...) Sólo puedo decir lo que ve alguien que mira el mundo desde una alcantarilla”. En otras instancias refrenda la importancia de la anotación. “Si hay algo en lo que creo es en este diario: hablo de su calidad literaria, de su lenguaje. Es infinitamente mejor que todos mis poemas”, subraya en la carta 15. “Yo sigo escribiendo mi diario que ya deja de serlo pues es casi un largo y absurdo poema en prosa”, insiste en la carta 18.

Andrea plantea que resulta evidente que la escritura de Pizarnik “atraviesa las demarcaciones genéricas –carta, diario, poesía, prosa poética– y que se re-escribe, se re-toca una y otra vez, en diferentes registros, en sucesivas exploraciones, en continuos reconocimientos, en permanentes búsquedas”. Se trata –volviendo al lúcido análisis de la hija de Ostrov– de “una sola exploración poética que atraviesa los límites entre la escritura pública –o publicada– de la poeta y sus papeles ‘privados’”. Cartas, libro destinado a agotarse rápidamente, renueva una entrañable familiaridad con la poeta de la “voz grave y lenta, en la que temblaban todos los miedos”.

* Alejandra Pizarnik/León Ostrov: Cartas se presentará el miércoles a las 19 con Ivonne Bordelois, Nora Domínguez y Vicente Muleiro, en el Centro Cultural de la Cooperación (Corrientes 1543).

Domingo, 19 de agosto de 2012

Tomado de Página 12

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