Nada como un viejito

 

Crítica muda y ciega
Roland Barthes

Los críticos (literarios o teatrales) se valen a menudo de dos argumentos bastantes singulares. El primero consiste en decretar bruscamente que el objeto de la crítica es inefable y, por consiguiente, la crítica inútil. El otro argumento, que también reaparece periódicamente, consiste en confesarse demasiado tonto, demasiado torpe para comprender una obra reputada como filosófica: así, una pieza de Henri Lefebvre sobre Kierkegaard ha provocado entre nuestros mejores críticos (y no hablo de quienes abiertamente hacen profesión de tontería) un fingido pánico de imbecilidad (cuya meta, evidentemente, era desacreditar a Lefebvre relegándolo al ridículo de la cerebralidad pura).

¿Por qué la crítica proclama periódicamente su impotencia o su incomprensión? No es por modestia ciertamente: para uno, nada más cómodo que confesar no comprender nada del existencialismo; para otro, nada más irónico, y por lo tanto más seguro, que reconocer profundamente avergonzado que no tiene la suerte de estar iniciado en la filosofía de lo Extraordinario; y nada más autoritario, en el caso de un tercero, que pleitear por la inefabilidad poética. Todo esto significa, en realidad, que uno se cree de una inteligencia tan segura como para que al confesar una incomprensión se ponga en duda la claridad del autor, y no la del propio cerebro: se finge bebería y se logra la protesta del público; así se lo arrastra ventajosamente de una complicidad de impotencia a una complicidad de inteligencia. Operación ampliamente conocida en los salones Verdurin: "Yo, que tengo como oficio ser inteligente, no comprendo nada de eso; ustedes tampoco lo comprenden; luego es que ustedes son tan inteligentes como yo. "

El verdadero rostro de estas estacionales profesiones de incultura es ese viejo mito oscurantista según el cual la idea resulta nociva si no la controla el "sentido común" y el "sentimiento": el Saber es el Mal, ambos brotaron en el mismo árbol. La cultura es permitida siempre que periódicamente se proclame la vanidad de sus fines y los límites de su potencia (ver también a este respecto las ideas de Graham Greene sobre los psicólogos y los psiquiatras); la cultura ideal debería ser sólo una dulce efusión retórica, el arte de las palabras para testimoniar un estado pasajero del alma. 

Pero esta vieja pareja romántica del corazón y de la cabeza sólo tiene realidad en una imaginería de origen vagamente gnóstica, en esas filosofías opiáceas que siempre constituyeron, finalmente, el puntal de los regímenes fuertes, en los que se desembarazan de los intelectuales empujándolos a ocuparse de la emoción y de lo inefable. En realidad, toda reserva sobre la cultura es una posición terrorista. Oficiar de crítico y proclamar que nada se comprende del existencialismo o del marxismo (no casualmente ésas son, sobre todo, las filosofías que se confiesa no comprender) es erigir la ceguera o el mutismo propios como regla universal de percepción, es arrojar del mundo al marxismo y al existencialismo: "No comprendo; luego ustedes son idiotas."

Pero si se teme o si se desprecia en tal medida los fundamentos filosóficos de una obra y si se reclama tan intensamente el derecho de no comprenderla y de no hablar de ella, ¿por qué hacerse crítico? Comprender, esclarecer, es, justamente, el oficio de ustedes. Sin duda, pueden juzgar la filosofía en nombre del sentido común; lo molesto es que si el "sentido común" y el "sentimiento" no comprenden la filosofía, la filosofía sí los comprende perfectamente bien. Ustedes no explican a los filósofos, pero ellos los explican a ustedes. Ustedes no quieren comprender la pieza del marxista Lefebvre, pero estén seguros de que el marxista Lefebvre comprende perfectamente bien la incomprensión de ustedes y, sobre todo (pues los creo más retorcidos que incultos), la confesión deliciosamente "inofensiva" que ustedes hacen de ella.

(Mitologías, Trad. Héctor Schmucler, [1957] 1980)

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