El "hermoso hoy": Discurso pronunciado por Eduardo Lalo con ocasión de la entrega del Premio Rómulo Gallegos (2013) a Simone.
El “hermoso hoy”
Eduardo Lalo
La mayor parte de los habitantes del mundo poseen orígenes
definidos, estables, prácticamente incuestionables: un lugar, un pueblo, una
nación, un documento estatal, que establecen claramente sus coordenadas
personales. Sin embargo, existen también otros habitantes del planeta cuyos
orígenes son preguntas, equivocaciones o condenas. Recuerdo mis tiempos de
estudiante en Europa, cuando invariablemente me detenía la gendarmería francesa
en sus puestos de frontera. Recuerdo como el ceño del oficial se fruncía al
examinar mi pasaporte, como comparaba la foto con mi cara, como volvía sobre el
documento, como me dejaba esperando ante el mostrador y regresaba con un
superior que, luego de examinar nuevamente las páginas de mi documento de
“identidad”, me preguntaba con una mezcla de desprecio y celo policiaco: “Qui
etez-vous?”,
“¿Quién es usted?”
En ese documento que permite acceder al resto del mundo, se
consignaba, sin explicación, un puñado de datos desorientadores que en mi caso confundían
orígenes con legalidades. En el pasaporte no estaban mis lealtades o, lo que es
lo mismo, la explicación de mí mismo dada desde la consciencia de los afectos.
En ese pasaporte concedido a Eduardo Alfredo Rodríguez Rodríguez se le
informaba a los aduaneros del mundo que el que tenían ante sí era un ciudadano
estadounidense nacido en Cuba y (en esa época, hace unos 30 años, y he aquí
otra instancia por la que ha aumentado nuestra invisibilidad) que este
documento había sido emitido por el Departamento de Estado del Estado Libre
Asociado de Puerto Rico. En lugar del pretendido efecto clarificador del
pasaporte, entregaba un documento opaco y turbio. Desde entonces, he debido
sintetizar en las fronteras en las que he sido detenido una formulación factual
que resulta para muchos casi incomprensible: “No soy estadounidense, no soy
cubano, soy puertorriqueño.” La explicación larga de esto, la abarcadora pero
siempre incompleta, se halla de maneras no del todo evidentes, en mis libros.
A veces alguien tiene la fortuna, y ésta aumenta en aquellos cuya
historia familiar está asociada al exilio, la lejanía y la pérdida, de hallar
un lugar en el mundo. Recibí este don cuando apenas tuve consciencia de mí
mismo, montado en una bicicleta en cuyo manubrio iba trabado perennemente un
guante de béisbol. En cualquier calle se armaban partidos con jugadores que
ahora bateaban y corrían las bases, pero que solo un rato después se
reagruparían en nuevos equipos, luchando bajo los aros de una cancha de
baloncesto. Allí, entre esos muchachos, supe ya lo que ningún pasaporte ni
ningún oportunismo podía confundir ni negar: era como cualquiera de mis amigos,
era un puertorriqueño más. Conocí así lo que muchas décadas después descubriría
en una frase de Derek Walcott: “...que el propósito de la poesía es quedar
enamorado del mundo a pesar de la Historia.”
Durante décadas mis pasos me han llevado por las calles de San
Juan hasta la gran explanada que queda ante el Castillo del Morro, la fortaleza
principal del sistema de defensas que construyó la corona española. Por siglos
nuestra ciudad fue la boca de América. Allí comenzaba su cuerpo de casi
incontables miembros y comenzaban también, luego del azaroso cruce de los
mares, las palabras que se compartían desde ese litoral hasta la Patagonia. He
ido allí incansablemente desde que supe que mi vida estaría asociada a la
escritura, desde que en una noche lejana de París, Eduardo Rodríguez se
convirtió en Eduardo Lalo. Me paro en lo alto de las murallas y observo el mar,
la lejana línea del horizonte que tantas veces he fotografiado. Para los
isleños, el océano puede ser un desierto. Todo o casi todo llega por él, pero a
la vez ese espacio es infranqueable. Uno queda allí, sobre la muralla, en el
límite de lo habitable, observando el punto más distante. Pero allí también, el
escritor que llegué a ser, descubrió el poder devastador de la indiferencia y
el silencio. Por esto, probablemente, regreso a esa muralla a contemplar un
silencio y un espacio sin límites, a los que aparentemente no hay nada que
oponerles. Ante ese vacío entendí que tenía que aprender a sobrevivir a ese
océano, que era la imagen de la distancia, el abandono y el aislamiento, y que esta
lejanía del mundo había llevado a su fin a tantos artistas y escritores del
Caribe. Allí, sobre la muralla, me percaté por qué las palabras morían tantas
veces en nuestras bocas y en nuestras páginas; conocí cómo la historia era una
máquina de invisibilizaciones; supe cómo en Puerto Rico la respiración estaría
siempre en lucha contra la asfixia. Al igual que en las más altas montañas del
planeta, el mar que nos separaba y desdibujaba era una zona de la muerte.
Un día, ya no recuerdo cuándo, supe desde lo alto de esa muralla,
con la vista clavada en el horizonte, que era desde ese lugar que debía pensar
y escribir. En realidad mis pies pisaban un espacio incomparable. No era un
ámbito menor ni prescindible, como tantas veces las toxicidades de nuestras dos
conquistas -la española y la estadounidense- nos habían llevado a pensar. Era un lugar privilegiado
para reescribir el mundo, un espacio de visión, un lugar al que solo se podía
arribar después de recorrer muchos caminos. Era, es cierto, un sitio roto,
sucio, a veces nimio, pero en él se encontraba todo lo humano. Allí estaban también
todas las palabras. Si hubo una epifanía ante ese mar, fue que nuestra pobreza
me daba una libertad enorme. Sobre esa muralla supe que muchos otros, de los
más diversos países y épocas, habían observado también ese horizonte, pero que
en su caso podía haber sido un desierto o una cordillera, la pampa o la favela,
la injusticia, la locura o la sexualidad, y se habían dado cuenta como yo que
en lo sucesivo su deber era permanecer allí hasta que la lucidez redefiniera el
dolor.
En algún lugar dije que escribo para reivindicar nuestro derecho a
la tragedia. Sobre esa muralla del Castillo del Morro, en San Juan, supe que mi
palabra, como la de mi pueblo, como la de tantos hombres y mujeres y pueblos
del mundo, se construiría cuestionando, luchando, rompiendo los pasaportes que
nos había reservado y a veces impuesto la historia. Así supe que con solo ser
puertorriqueño podía ser griego; que la tragedia que nos había formado no era
menor a ninguna. Así ese mar dejó de ser un desierto y fue a la vez el de
Odiseo y el de los arahuacos que desde la costa de Venezuela circularon en dos
direcciones, hacia el norte y hacia el sur, poblando el Caribe y Sudamérica
hasta Brasil y Paraguay. De alguna manera, las palabras y sus sombras nos
habían permitido sobrevivir y nos hacían posible el viaje a cualquier tiempo y
a cualquier lugar, a pesar de las tempestades y los naufragios de nuestra
historia.
Y así he llegado aquí, ante ustedes. Vengo de Puerto Rico,
frontera extrema de América latina, el único país latinoamericano conquistado dos
veces. El país al que la administración colonial española le negó la imprenta
hasta comienzos del siglo XIX, al que no le permitió crear una universidad por
más de cuatro siglos, al que entregó como botín de guerra, como si fuera una
hacienda o un cargamento de azúcar, a su nuevo dominador. Soy de ese lugar que
acaso vivió la globalización antes que cualquier otra sociedad, aún antes de
que existiera el término y el conocimiento, tanto de sus consecuencias como
también de las formas de oponerla. Soy de un país que resistió solo, por la
fuerza de su propia cultura, a las imposiciones imperiales del país que domina
y seduce desde el comienzo del siglo XX. Soy de la sociedad que tiene al preso
político que lleva más años en una cárcel en toda la historia de las Américas,
acusado de haber conspirado sediciosamente contra un país al que no pertenece.
Oscar López Rivera lleva 32 años en prisión. Su libertad está al alcance de una
sola mano de un solo hombre. Se consigue con una firma humanitaria. Con una
firma que será digna para todas las partes. Pertenezco a una larga lista de
escritores marginados, cuando no ninguneados, por el peso de un gentilicio que
difícilmente se asocia a la grandeza y la victoria. Brillantes artistas cuya
luz fue consumida por el aislamiento y la debilidad de las instituciones
culturales puertorriqueñas, víctimas de nuestra incapacidad de auto
representación y, a veces también, de auto respeto. Digo aquí, como un
murmullo, como un sonido llegado más allá de los mares, como reivindicación y
acto de justicia, tres nombres que representan a una legión. Que estos muertos
homenajeen a tantos vivos: Manuel Ramos Otero, José María Lima, Víctor Fragoso.
Vengo y regresaré a una sociedad perpetuamente amenazada de muerte por sus
fantasmas, por sus terrores, por sus cobardías. Pero estoy aquí con todos mis
muertos y todos mis compatriotas.
En un momento único como este, recuerdo y reivindico las
voluntades de la palabra, las posibilidades enormes de la literatura. El
escritor marca la superficie del mundo con el paso de su sombra. El texto,
contrario a las apariencias, es una forma efímera. En la “Canción de
Xaxubutawaxugi”, uno de los últimos Aché Guayaki del Paraguay, dice su autor ante
una noche en la selva equivalente a observar el horizonte desde una muralla de
San Juan. Los versos son de una casi insoportable belleza:
Yo mismo
solo y sin nadie en el mundo
tengo ya el hermoso hoy.
Los hombres y las mujeres que
ejercen cierta práctica de la escritura pueden comprender el abismo salvador presente
en estas palabras. Luego de escucharlas, la noche no será ya la misma por haber
conquistado la plenitud de su momento: el “hermoso hoy”. Ningún pasaporte,
ninguna ley imperial, ninguna de las incapacidades históricas de nuestra
nación, puede destruir o silenciar completamente lo que generaciones de hombres
y mujeres han descubierto frente al océano que los separa y los reúne, en las
palabras que han reunido cercados por el mar y por la historia.
En la pobreza que me compone tengo ya al “hermoso hoy”. Agradezco
profundamente que sea aquí en Venezuela, donde quizá por primera vez en mi
vida, haya sacado del bolsillo mi verdadero pasaporte, aquel en que ninguna de
sus palabras me niega o me condena. Por fin, luego de leer mis datos opacos y
turbios ninguna autoridad me detiene. Así, como los antiguos nautas del Caribe,
viajo hacia el norte y hacia el sur, del Mar de las Antillas a la costa
venezolana y más allá. Voy y a la vez regreso y ya no sé exactamente lo que
significan los puntos cardinales, las islas o los continentes, porque esta
noche mi pasaporte ya no es una equivocación o una decisión tomada por un
extraño, una agenda inconclusa, una incapacidad histórica o un cúmulo de
renuncias, sino una forma en que generaciones de puertorriqueños se han
enfrentado a las violencias de su historia, al vacío del océano, a su dolor, a
su lucha, al fracaso y han formulado así palabras que se unen a las voces de
todos aquellos que se han enfrentado en cualquier tiempo y lugar con los
límites de sus cuerpos y sus sociedades.
Pronto volveré a San Juan. Iré a la muralla y encontraré de nuevo
el océano. Haré como Xaxubutawaxugi en la noche de la selva. Recordaré la
valentía y la dignidad de la palabra. Entonces volveré a sentir más allá del
océano, más allá de la historia, el “hermoso hoy”.