De la felicidad: Roberto Roena y su Apollo Sound

De la felicidad: Roberto Roena y su Apollo Sound

Juan Carlos Quintero Herencia 


Pocas veces la vida (incluso para algunos es una imposibilidad perfecta y cruel) nos regala la imagen nítida de la felicidad. La experiencia de sentir y saber que este es el momento que se quiere habitar y que ese es el momento que hay que proteger y cuidar. No interesa su fugacidad ni su escasez históricas. El momento de la sensación que nos hace sentir vivos cuando todo allí es gozo y amplitud y lo demás no importa. En mi caso, estas imágenes son siempre el aparecer de un cuerpo y el estar ahí mientras se da y exhibe su belleza, cualquiera de ellas. Demasiadas de estas imágenes, como ya sabrán algunos, en mi, pasan por la escucha y sobre todo por un recorrer, por un recorrido. 

Roberto Roena es una constante en la banda sonora donde respiro y habito. Ahí está, más bien por ahí viene, mientras miro mis zapatos y la acera frente a la casa de doña Gloria, la cocinera que abría su casa todos los mediodías frente a la Escuela Elemental Julio Sellés Solá para que almorzáramos los que podíamos escapar de la tortura psicológica que era el comedor escolar, con sus guardianas sádicas en las esquinas asegurándose, desde la crueldad y el abuso que se lo comieran todo, aunque supiera a mierda, estuviera frío o aquel niño llorara. 

Ya entro en el pequeño balcón, ya no me azota el sol, me fijo en la loza del piso, en los muebles y de repente en la esquina, arriba, pegado al techo de la salita, un televisor encendido con el Show de las 12. Ya no pienso. Ahora trato de avanzar en la fila y de no perderme nada. Ahora entro al breve pasillo que nos llevaba a la cocina pequeña. Estoy en el umbral de la misma. Estoy medio desesperadito, pero disimulo. Allí están en un pote en salmuera, agua y vinagre, los bistecs. Alegría eterna, además, hoy hay habichuelas colorás. Casi no puedo esperar, sentarme rápido a la mesa del comedor (si es que logro agarrar una silla) pues si no, a la sala con una mesita. Si queda debajo del televisor, me jodí. En la mesa, sin embargo, sentado ya, apenas puedo organizarme, qué hago primero, ¿protejo el juguito de mis propias manos, miro la tele o me pongo a comer? Se me olvidó la servilleta, coño. Y allí aparece Roberto, con un afro teñido (¿verde, violeta?). ¿Alucinaba, alucino ahora? Ya dirige, ya toca el cencerro, ya baila.

De nuevo allí voy, mirando mis pasos subir los escalones de la guagua que me lleva de la Escuela Intermedia Sotero Figueroa al corral de guaguas de Río Piedras. Muchas veces hice el recorrido a pie. Y antes de coger la 16 en dirección a mi casa, la tiendita de discos que miraba aquel corral que entonces era más corral que guagua. Mis primeros vinilos de 45 rpm, perdidos o botados hace tiempo, sin saber cómo o por qué, los compré allí. Todavía recuerdo el tesoro que, más de una vez, muy pocas, llevaba en el bulto temblando para mostrarles a mis amigos de la urbanización Park Gardens. El tocadiscos portátil, sentados en el suelo del balcón de la casa de David, Luis, Tito y el emblema de la Fania, playa, ciudad y litoral giratorios, o las nubes de International (Fania). Encandilados todos, anotando «cómo se movían los sonidos de la canción». “Mi desengaño”, “Marejada feliz”, “Que se sepa”, “Con los pobres estoy.” No haré una lista. Ahora ante un stereo en plenos poderes sigo erizado y estremecido y sigo viendo como los sonidos se mueven de una bocina a la otra, del frente hacia atrás, de atrás hacia el cielo.

Y por supuesto, re-encontrarlo, años luego, gracias a mi Madrina en la Santería, Mercedes Henríquez (Igbaé) y mi madrina de collares, Mamita, Raquel Vázquez, su madre (Igbaé). Subir las escaleras de su casa en Villa Palmeras, atreverme a enseñarle a doña Raquel unas notas sobre el Apollo Sound (que están en La máquina de la salsa: Tránsitos del sabor) y verlo sentado leyendo y escucharle, con esa voz rasposa, –gangosa, como dice mi pana Eddie Ortiz– ¿Este es el muchacho de la carta? Silencio.

Verlo en los tambores santeros que organizaba su familia. Un Changó en la tierra que lo levanta y zarandea con la alegría de un padre que acaba de ver a su hijo luego de una temporada larga sin verse. El mismo Changó que luego me colocaría un racimo de guineos sobre la cabeza y uno sudando la gota gorda. El Obatalá que me abrazara como nadie me ha abrazado en un lugar público.

«¿De quién es la salsa, Roberto? Roena: La salsa no es de nadie.» 

Los bailes, las sesiones de escucha. Porque el señor Tite Curet Alonso fue en incontables ocasiones su “Creative Musical Director”. Casi ná. La portada de la edición puertorriqueña de La máquina de la salsa es una interpretación y homenaje a uno de sus LP’s Pa fuera (1974). No hay módulo lunar como el del Apollo Sound. El amor es el sonido de esa nave indetenible y en alzada, por el espacio.

En fin, que estoy destrozado, harto de llorar por mis muertitos que se nos van cuando más los necesitamos. El regreso a estos sollozos, que sólo Celia y Cheo me han sacado, ya no me desconcierta. No hay consuelo alguno. Lo siento. Por hoy. Ya no importa saber si estas cosas son casualidades o causalidades. Ya no importa saber.

Quien quiera saber de la alegría (hoy, de este desconsuelo hondo), del pálpito inmediato e infinito del sonido de la felicidad, del tejido, del bálsamo de su ahora libre y soberano, de ese instante donde quiero estar por siempre, rodeado de mi tribu y de mis seres amados, que escuche a todo volumen al señor Roberto Roena y su Apollo Sound.

Hasta siempre Maestro.

«Dale campana, Roberto» 

24 de septiembre de 2021, College Park, Maryland

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