Desde la mediocridad, un roster de grandes ligas contra el resentimiento

[Mote, no sueltes el pause, que tenemos diatriba. El profesor Cruz le ladra al Dr. Ávila y cómo le ladra. Cuidao por ahí que por ahí siempre hay jueyes.] “EL PROFESOR EN RUINAS” O LA RUINA DEL PROFESOR ÁVILA Según cuenta una inédita leyenda greco-boricua, había una vez un joven cuyo amoroso deseo por su madre violentaba hasta el escándalo los límites del decoro natural. Un buen día —mas bien un mal día—, su padre sorprendió a la incestuosa pareja en flagrante delito y encolerizado amenazó de muerte a su propio hijo. Como poseído por una legitimidad que parecía mas allá de lo humano y en ausencia absoluta de ese temor atávico que un padre suele infundir en un hijo, de un hachazo el joven abrió el pecho de su progenitor, y en un ritual jamás visto, le arrancó el corazón para justo allí, comérselo crudo. Acto seguido y envuelto en una pomposidad algo ridícula, hizo aparición un ser enviado por los dioses, quien imprecando al joven, le exigió que como castigo por tan sórdido parricidio, que allí mismo y sin anestesia se arrancara sus propios ojos. El joven con la impudicia que cualquiera cultivaría criándose en la Barriada Buen Consejo pero jamás en la Tebas arcaica, le respondió a la numinosa aparición: “quién te crees que soy?, ¿Edipo acaso…?” Ante tanta insolencia, al dios no le quedó más remedio que rebatirle en tono de sanción irrevocable, “…en ese caso, te condeno por el resto de tu existencia a ser profesor de la Facultad de Estudios Generales, en el Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico…” Por demasiadas razones, desearía que el caso de ese mítico joven no fuese el mismo del Profesor Ávila, que después de leerlo, insisto debería añadir a sus varios galardones literarios, el de “Poeta Plañidero Nacional”. Por consiguiente, no puedo negar que después de padecer esta columna aderezada con lo que me pareció “self-serving” in extremis, me preguntara más irritado que dolido, si este profesor servía algún tipo de inmerecida condena, similar a la de aquel otro Edipo intramuros, o tal vez se trató simplemente de un “tono” literario mal calibrado. La verdad es que a mí me “sonó” al llanto desafinado de alguien que padece la humillación de ostentar título de vate bateado por la mediocridad impar de sus pares, y quien por su parte desde que llegó a la Facultad de Estudios Generales no ha hecho otra cosa que hacerle un gran favor a su departamento y a sus insignificantes colegas con su docente presencia. Salvando las distancias insufribles del narcisismo autobiográfico de su artículo, concurro con el Profesor Ávila en prácticamente casi todas las críticas a las condiciones de trabajo y de existencia de nuestra facultad (¡la mía también, por si acaso!). No obstante, en el caso concreto del artículo/columna/editorial del Profesor Javier Ávila; su autor ha hecho gala poco galante de una dudosa omisión. Por un momento no supe como juzgarla, si como olvido involuntario ni más ni menos; o como el ánimo de impartir con cuchara grande, él mismo y a sí mismo, la “justicia poética” que sus compañeros le negaron con torpe infamia. Me refiero a que el profesor parece haber olvidado indicarles a sus lectores, que el ocio que requirió para redactar tan enjundiosa columna y me imagino que otras hazañas literarias aún por verse, se lo facilitó por una inexorable lógica académica, esa misma mediocridad —ahora más extraña aún— de sus colegas y pares inmediatos de su propio departamento. Me consta que actualmente el Profesor Ávila disfruta de una sabática, y por esa lógica académica a la que me refería, fue recomendado por sus mediocres pares del comité de personal de inglés, en reconocimiento explícito a los méritos de su propuesta para solicitar la misma. ¿No es de esperar que un mediocre sea incapaz de reconocer talento genuino cuando lo tiene bajo sus propias narices? No le parece al Profesor Ávila, en virtud de la lógica que subyace su razonamiento, que como único puede ser uno reconocido, validado, recomendado, etcétera, por un mediocre, es compartiendo la misma condición ontológica, oscura y perversa que reviste al mediocre y que lo reduce a la amarga media: como mucho, el destino de ser monarca entre mediocres como se reconocía a sí mismo Salieri en Amadeus cara al genio indiscutible de Mozart. No sé si en los cursos que el profesor impartía en nuestra facultad, incluía a manera de lecciones preliminares, los arcanos de una lógica muy personal en la que el ab-uso del ad hominem y las perplejidades del non sequitur habían sido elevados a arte mayor, ¡pero a mí que me expliquen! Cómo es posible que uno o varios mediocres hayan sido capaces de reconocer mérito alguno en un ser profesionalmente superior (y moralmente, a juzgar por el sesgo pontificante poco disimulado de su artículo, que me parecía estar escuchando una versión angloboricua de Savonarola); a este par tan impar, sin que por generosa transitividad le toque a los mediocres, algo, aunque sea un poquito, del aliento divino de quien fue bien recomendado para sabática. O simplemente mis conocimientos de lógica aún sufren los efectos de un mal maestro, o es que el razonamiento del Profesor Ávila sufre de una peligrosa circularidad, comparable a la que condena a la serpiente que se ha mordido su propio rabo. Por último antes de pasar a lo que sí me interesa, tengo que admitir que mis capacidades de comprensión francamente me eludieron cuando el Profesor Ávila consideró como ridículo el sentirse privilegiado por enseñar en la Universidad de Puerto Rico, pese a que ésta nos “sodomiza sin ningún tipo de lubricación” (nunca dijo específicamente por quién o por cuántos). No sé si se trataba de metáfora gratificante o insulto sublime, puesto que “sodomizar”, al menos en mi código de placeres carnales, no porta ni comporta un juicio negativo de valor. Porque si se trataba de alegoría injuriosa menos aún me entero. A menos que el profesor quería entretenernos insinuando en su logorrea autobiográfica, el detalle de haberla experimentado en carne propia —con y sin lubricante— mientras enseñaba en nuestra universidad, ¡a saber! Si reparamos “con oído atento” en la sabiduría de Nietzsche y de Oscar Wilde —dos inteligencias mellizas y coetáneas que nunca se conocieron ni se leyeron—, sabremos que el resentimiento jamás ha sido el mejor consejero en asuntos sentimentales o intelectuales. Es precisamente por esa misma convicción que comparto, que decidí reaccionar por escrito al artículo del Profesor Ávila. Como mencionara más arriba, en principio coincido con mi ex-colega Javier Ávila en las críticas y señalamientos respecto de las condiciones de trabajo y producción intelectual en nuestra facultad. En contraste sin embargo al acento cargado de resentimiento y autoconmiseración de su artículo, deseo señalar que él no ha sido el único profesor —en esa facultad, en ese recinto o a esos efectos, en el resto del sistema universitario— que ha tenido que tolerar la experiencia denigrante de ser supervisado o evaluado para plaza, ascenso o licencias sabáticas, por colegas de poco o ningún talante intelectual; o las condiciones malsanas del edificio en donde impartimos —con faltas ortográficas o sin ellas— el pan de la enseñanza (¿o el “pan de la ignorancia”?). Lo que ha señalado el Profesor Ávila en clave de melodrama personal, es apenas síntoma de un problema mayor. Por otro lado, no me interesa hacer aquí una apología especial de las insuficiencias gramaticales de su ex-directora. Para ese particular, me circunscribiría a recomendarle al Profesor Ávila que si no ha conseguido ya trabajo en alguna otra institución universitaria fuera del país; una que esté a la altura de su talento y compromiso con la educación universitaria, se ofrezca voluntariamente para impartirle clases remediativas de gramática y redacción a esa profesora. Entiendo que el debate en torno a la búsqueda o recuperación de una mejor universidad (¿la universidad que todos deseamos?), debe estar exenta de resentimientos que terminan trocando el problema de la universidad, en la universidad como problema personal de algún profesor en específico. Sermones como el del Profesor Ávila, no adelantan el debate ni lo nutren de ideas constructivas, sino que lo único que hacen es abonar a “la leyenda urbana” en que se ha convertido en los últimos años la Facultad de Estudios Generales. En lo único que ha contribuido es en arreciar el placer ciertamente resentido de otros profesores de otras facultades en nuestro recinto, y quién sabe de quiénes otros en nuestra propia facultad. Una facultad que a pesar de sus problemas —¿a pesar de ella?—, compite y ha competido pelo a pelo y con enorme ventaja con la producción intelectual de alta calidad con colegas no sólo de nuestro recinto sino del sistema universitario en su totalidad. Un lugar que ha tenido y tiene como miembros de su facultad a escritores como Edgardo Rodríguez Juliá; a ensayistas como Silvia Álvarez Curbelo y a Juan Duchesne Winter; y a poetas y ensayistas como Áurea María Sotomayor, a Liliana Ramos Collado, a Rafael Acevedo, a Noel Luna, a Servando Echeandía, a Angel Luis Méndez, por mencionar tan sólo algunos. No quiero marcharme sin antes reconocerle al Profesor Javier Ávila mi más profunda gratitud, ya que su columna me ha concedido el pretexto para regresar activamente a mi viejo amor por el género de la diatriba que tanta y merecida popularidad aún rinde a autores como Voltaire, Cioran y Cabrera Infante. Armando Cruz Cortés (El autor es aún profesor del Depto. de Humanidades de la Facultad de Estudios Generales. Es también colaborador y cofundador de la revista cultural La secta de los perros.)

Comentarios

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  2. Quiero saber por qué el profesor Armando Cruz Cortés, hombre de nombre imponente que recuerda las proezas de los más preclaros héroes de la historia greco-boricua, no hace mención de los jóvenes talentosos, bellos y felices, de los que Javier Ávila dice ser uno (Cuidao Javier, Lezama Lima se revuelve en su tumba y puede que resucite). Sólo me queda suponer que Armando Cruz Cortés se juzga de la misma manera aduladora, aunque se diferencia del corillo de bonitillos señalando su afición por el lubricante y falta de resentimiento. Y, hablando de lubricantes, me parece que las palabras de Armando Cruz Cortés, de hecho, lubrican las de Javier Ávila: Armando Cruz Cortés con sorna le dice a Javier Ávila: Se te olvidó reciprocar nene y ¡mera esta vez sin resentimiento! En última instancia, el comentario oscila entre un regaño disfrazado de una invitación gentil a sensualidad compartida (para citar al 40 year old virgin) y un llamado al azote. Es la ñapa. Lo que sí me interesa es el principio, el que podría desarrollarse más en su propia obertura. Saludos. Otoh-boto.

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  3. Otoh, creo que das en el clavo. Más aún ¿por qué la sabática debe ser exigencia inapelable para la voz o por lo menos declarada públicamente como una condición del criterio de aquel que se despide y lo manda todo al carajo? OK, los mediocres también lloran. Es cierto, si han reconocido al Dr. Ávila o al Profesor Cruz no han hecho nada que niegue su condición, la de ellos o la de Ávila: ese día hicieron su trabajo o el aire acondicionado no funcionaba. La arbitrariedad, el desnivel, el hallazgo, el azar, las paradojas no le son extrañas a una cultureta de la inconsistencia y de la mediocridad. Ese es uno de los rasgos de lo mediocre: su estancia en la medianía le evita mantener el pulso. O te doy eso pues me darás aquello: quid pro quo baby. A veces sí, a veces no. ¿Por qué retratar de cuerpo entero esas humillaciones “procesales” de la iupi implica declarar que “soy yo el único” que las ha vivido? Más allá o acá de la verdadera o falsa descalificación, narcisista, autobiográfica, romanticona, del llanto del Dr. Ávila, sin embargo, también podemos comentar el gesto institucional del Prof. Cruz, más bien la perturbación de algún espejo entrevisto en el planto de Ávila. Cruz concede o coincide en la descripción del mierdero que es Generales, pero en su sabia argumentación, desafortunadamente, remeda o se estaciona muy cerca del mantra discursivo de la oficialidad universitaria con el cual sigue extrayendo capital simbólico de sus profesores. Se trata de una retórica chatamente nostálgica, (la de la iupi) que en ocasiones celebra esos mismos logros, sigue cogiendo pon con los “a pesar de” y continua reclamando una legitimidad inexistente por el mero hecho de suministrarle electricidad al salón de clases o apenas abrir los portones de la institución. Yo no sé si esos performances intelectuales de Generales estén indeleblemente atados a las lógicas de ese “lugar” o si se hubieran manifestado de cualquier u otro modo. ¿Con quién compite Generales o Humanidades hoy en Puerto Rico? Plis, es mejor no menearla. "Es verdad que todo se derrumba pero ahí está nuestro pasado, nuestras glorias, una historia de logros contra todo, nuestro presente de sacrificios." Y claro, el problema no es tampoco la corroboración de la existencia de ese legado o performance sino su perverso uso hoy por una discursividad universitaria que apuesta por lo bajito (como en casa, claro) a que las bestias académicas se resignen a su encierro y además naturalicen, no su maravillosa animalidad, sino la desaparición de su degradante establo.

    Ese querer atrapar a Ávila en su circularidad, hipocresía, olimpismo literario o conveniencia, ese querer “revelarnos” el problema mayor que tampoco se discute aquí (aunque Cruz lo ha hecho en otros espacios) parece, por otro lado, alimentado por una duda somática ante la voz de Ávila: llora mucho este Narciso queer y dice todavía “sodomizar”. "Mira nene pato así no se habla de nuestra alma mater". Aquí hay un rabia “masculina” y masculinizante, una suerte de mixtura donde Nietzsche y cierta populachería letrada se prestan el cuerpo a pesar de la enjundia epistémica de Cruz. Cruz, de algún modo, se picó y jaló palaspistolas de su inteligencia y de su biblioteca pero al final le hizo coro al Coro de la Universidad. El resentimiento poco o nada produce, sin duda, pero el textillo de Ávila no me parece exactamente una lloraíta y tiene el extraño efecto de poner en el spot, de implicar éticamente a todos los que comparten o hemos compartido la reclusión universitaria. ¿No es ese gesto “bibliográfico”, que pasea Cruz en su afán por desenmascar al sujeto biográfico de Dr., cierta reacción histérica ante la heroicidad tonal o literaria del antimediocre Ávila? Concedo la máxima al psicoanálisis: la histeri(c)a siempre dice la verdad. Preocuparse seria, sarcástica o cínicamente por el futuro profesional del Dr. Ávila devela que decir “eso así” puede costarte el empleo, o joder tu situación laboral o por lo menos no es una “salida diplomática o emocionalmente balanceada” ante la debacle universitaria. ¿Por qué debe “sacrificarse” aún más y “remediar” el idiotismo gramatical de la Directora? Decir adios no es por sí misma un escena de identificación comunitaria ¿o sí?

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  4. Luis Rafael Sánchez ya todo lo ha dicho en una oración lapidaria y terminante: El país no funciona.

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    Tienes toda la razón: Decir adiós es por sí misma una escena de identificación comunitaria; por eso muchos aprovechan la coyuntura que les da la despedida para cagársele en la madre a todo el mundo y poner en el tapete las verdades inconvenientes o indecibles que antes callaban. La despedida suele ser el momento to go postal y de sacar la cara. Con eufemismos poco eufemísticos Ávila le dice a su Directora en su carta de renuncia: ¡Qué te jodas becerra! Siempre digo que no soy un intelectual para convencer. (A Cruz le parece que la carta de renuncia de Ávila es self-serving...carajo, ser un intelectual tiene mucho de self-serving, si no lo es totalmente. Coño, no es verdad que tú (Cruz) te reencuentras con tu "viejo amor por el género de la diatriba" en tu respuesta a la carta de renuncia de Ávila. Plis.) Convencer a una becerra que es becerra o a un mediocre que es mediocre es un desperdicio imperdonable de tiempo; ahora Ávila como yo pierde su tiempo a su manera.

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    Una anécdota o striptease: Hará dos o tres meses estuve en una cena y en un ambiente al que no estoy acostumbrado, digamos. Y un gringo que hacía una diatriba sobre la inmigración ilegal en los Estados Unidos me preguntó por qué no participaba, cuál era mi opinión. Mi contestación: El peor ignorante es el que sabe que todo lo sabe, y como yo sé que es imposible hacer que ese ignorante cambie de idea, pues porque ideas propias no tiene, siempre me callo ante él en vez de perder mi escaso tiempo. Por el resto de la noche el gringo me miraba mal como si se estuviera preguntando si yo lo había insultado o no. Jaque mate.

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    Saludos. Otoh-boto.

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