Marta Pérez García. El trazo de las criaturas: fuga y delirio (Galería Botello, 26 de abril de 2007, San Juan, Puerto Rico)


El cruce de las criaturas: devenires y visibilidad de Marta Pérez García
Juan Carlos Quintero Herencia
-Tomado de http://www.botello.com/-

¿Cómo mirar aquello que se distingue justo en el instante que anuncia su desaparición? ¿Cómo destacar esa imagen cuya especificidad posee la lógica de un cruce, de un atravesar (y de un
atravesarse en) nuestra habilidad para percibirla? ¿Cómo particularizar eso que es un objeto, eso que ya es un cuerpo, pero que deviene trazo enlazado a otro y en ese abrazo se desfigura? La saturación y las superposiciones disfrutan muchísimo confundiendo a ese ojo que necesita decantar, discernir. La claridad, la nitidez no es el asunto de esta exhibición de Marta Pérez García. Ante sus cuadros se nos atraviesa un tour de force de lo que puede caber o verse en una dimensión. Cuando comenzamos a recortar el contorno de una criatura, la saturación nos la lleva a otro registro. Lo que se ha visto, cruza, lo que se vio apenas se ha desplazado y su trazo es un acoplamiento. Más que el contenido, las alusiones o las referencias, del trabajo pictórico de Pérez García, me interesa esto que llamaré una batalla, en ocasiones delirante, con lo que se puede o se podría ver en sus obras. La visibilidad, la posibilidad para discernir visualmente es, en la obra de Pérez García, una reflexión sostenida sobre el vacío. En ese sentido, ante el desierto indistinto de la superficie en blanco, la pintora insiste en las repeticiones, en centralizar una figura y alrededor de ella enhebrar todo un tejido que la implique y la traspase con otra cosa. Allí acontecen sus devenires y esa contrariada fuga de cualquier mimesis simple de lo animal.

Digo contrariada fuga pues las criaturas de Pérez García, en su proceder y en sus procesiones vuelven a poner en escena un tópico matriz en la historia de la representación occidental: la búsqueda y el efecto de un trazo que de cuenta de la ausencia y de la presencia de eso que se desea representar. Digamos que toda representación está atravesada por un impulso perceptivo dirigido hacia esa ausencia que el objeto manifiesta en su resistencia a ser reproducido “tal como es”. Por otro lado, la decisión poética de una mano que no reconoce entre sus impulsos algún protocolo realista, genera otra ausencia, aquella que le retira al objeto su familiaridad o las expectativas de un sentido común. Los animales de Pérez García batallan por conjurar esta doble ausencia. Los presupuestos formales de estas especies, cierta expectativa de linealidad, se ausentan, dividen y cargan el entorno con el aparecerse de otra forma que inmediatamente expone esa carencia de familiaridad que es la fuga misma de estas criaturas. Esta animalia inesperada, en ocasiones despellejada, con sus osamentas expuestas, es precisamente lo que permite el devenir animal de la máscara, el devenir femenino de un pez con atuendo de centurión, el devenir mosquito de los vigías, el devenir cardumen de los dientes, el devenir ave de la doncella-molusco, el devenir cresta del esqueleto, el devenir pistilo de la columna, los devenires peces de toda ruta que sostenga los pliegues de los cuerpos en peregrinación.


Sería predecible vincular esta obra a toda una sarta de lugares comunes de la crítica y de la obviedad boricua o caribeña: surrealismo tropical, realismo mágico, folklorismo auspiciado y auspiciante, además de las listas de atributos del barroco nuestro o de otros lares. Me gustaría pensar, sin embargo, los desempeños de Pérez García como la inserción de un espectador en las demandas de la complejidad. Estamos ante una pintora del devenir sensorial puertorriqueño, que no negocia esa ofrenda perceptiva que recogen sus piezas. Lo significativo de estas piezas no es el contenido de un ser-algo que se contemple en su plenitud sino el desate de intensidades que ejecuta un devenir. Pintora de esa transformación perpetua de declinaciones y aceleraciones, de diferendos, de inestabilidades que parecen prohibirle al ojo la gracia de un recogimiento sereno en la integridad de algún perfil, Pérez García representa como una manera de lidiar con la belleza de algunas experiencias negativas, con la resistencia atroz y magnífica de algunas criaturas. Más aún, su paleta se coloca más allá de un simple registro de alegorías o símbolos. Sus piezas aspiran a disolver la fijeza y la placidez de una perspectiva que añora un cierre. Tal vez se trate, de un deseo animal de afectación enfilado hacia ese sensorium que aspiraba a contemplar en sosiego sus pinturas.

En mis conversaciones fragmentadas con Marta, la pintora se denominó como barroca pues en ella habitaba una “molestia por los espacios en blanco. Me molestan los espacios vacíos.” Su definición apuntaba más a una decisión formal y ética que a un aprendizaje en este o aquel maestro. Este deseo obliga a sus figuras a entrelazarse incesantemente. La mano de Marta las obliga a no desligarse de la inmediatez de la otra criatura que ahí, sobre ella, arrimada la afecta sin remedio. En ese espacio compartido en el cuadro, ninguna criatura osa ser indiferente ante la otra. Este mandato de la autora lleva en sus desempeños la paradoja perceptiva de sus logros y de su afortunado fracaso, pues me parece que el vacío astutamente reaparece por su ausencia entre esos seres que pueblan su obra. Digamos mejor, la ausencia parece ser esa danza, el terrible soundtrack que las criaturas consignan entre sus gestos y fisonomías. Las disposiciones de estos animales podrían leerse como parte de una escucha atroz de algo que se les aproxima o hacia lo que se dirigen. La expectativa de un encuentro violento hechiza estos cuerpos en la recomposición y de-composición de sus atributos.

La naturaleza, fauna y flora, ojos o lianas, nunca pueden ocuparse de su mismidad y parecen condenadas a ocuparse de eso otro que los satura y los saca de quicio. Pérez García en su batalla contra el vacío, en su poética animal, en su saber sobre la natura dentata no se apoya en las posibles semejanzas de las criaturas expuestas, sino en la exploración, más bien en la estampida de heterogeneidades que abren sus cuadros. Sus cuadros (individuales o los que se aprecian recurrentemente entre sus piezas) además, habría que entenderlos como intensas zonas para la fuga compuestas, paradójicamente por una enredadera, verja, vértebra o bejuco, enfocados por ese cuadrilátero que insiste como un staccato y no puede ser atribuido exclusivamente a una u otra figura. Allí es donde el vacío, que parecía desalojado por las criaturas, regresa a su obra para apuntalar su carácter subcutáneo, su condición de asiento. El trabajo con la exterioridad de esos cuerpos, con la maleabilidad de sus osamentas, desconfía del carácter unívoco de la estructura ósea que explicaría la forma de las criaturas. En más de una pieza se puede apreciar el eco gráfico, el desdoblarse de las diferencias que abre la perspectiva sobre un cuerpo que una vez percibido deja de ser simplemente eso, “un cuerpo.” Eso que ahora parecía emerger como un trazo colmado, por más complejo y extraño que parezca, termina saturado precisamente con la secreción formal de la criatura que le es contigua. En ese acoplamiento somático, el vacío que se ha querido expulsar del cuadro encuentra otro modo de regresar por sus fueros.


Habría que recordar que el vacío secreta lo visible, el vacío es lo que distiende la cualidad de lo visible. En esta obra, la saturación de delineaciones no hace sino liberar lo invisible que sostiene las superposiciones de su visibilidad. La visibilidad de esta animalia se desenvuelve como una viscosidad. Las criaturas son devenires de otras y de si mismas cuando difieren radicalmente de cualquier semejanza. Los devenires de Pérez García son un trabajo constante contra el desierto de las cosas, el puro deterioro de lo mismo. Sus animales, por más extraordinarios o fabulosos que parezcan, llenan un espacio de la realidad cuando logran precisamente convocar a aquello que los devuelve a “nuestro entorno”: la mirada. Cualquier espacio, lleno o vacío, jamás puede percibirse en ausencia de una mirada. Y la mirada agitada y agitante, que reclama Pérez García, para elaborar sus efectos necesita dilatar(se) sobre el cuerpo de las criaturas siempre y cuando en ellas se inscriba el poder de lo invisible. Lo que se ha llenado, entonces, en el cuadro termina apuntando hacia una alteridad invisible inclusive para esa figura feroz que ausculta alguna direccionalidad mientras acompaña la alteración de su cuerpo. En esta obra, mirar lo que las criaturas escuchan o miran es la forma misma del regreso de ese vacío posibilitante. Las criaturas de Pérez García perciben lo que junto a ellas deviene perspectiva otra, miradas o escuchas para una corporalidad que abre el espacio de las cosas en el mundo. El vacío, de la mano de lo invisible, regresa escondido en esas aberturas alertas (bocas, cavidades, manada de ojos) a permitir la difícil visibilidad de las criaturas y facilitarles de algún modo un escape. El vacío ayuda al ojo en el devenir celaje de un pensamiento de lo visible que sólo podrá asediar la belleza como indeterminación, aglomeración y movimiento. Una criatura de Pérez García desterritorializa y reterritorializa la imagen de la otra gracias a la proliferación de una estría que ya se escapa en la reproductibilidad de la que inmediata comienza a excitarse. Algo poderoso y temible ocurre entre estas criaturas bajo la contraseña de una intensificación de códigos y significaciones. Aquí, con Marta y sus animales, nos adentramos en la contemplación dentada de una inestabilidad que ha entregado ya el cuerpo y anuncia la mejor de las batallas.

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