Neonazis poscomunistas
Hermann Tertsch del Valle-Lersundi
Un nuevo incidente racista en una aldea cercana a Leipzig llamada Müngen, en el Estado federado de Sajonia, ha desatado un nuevo debate sobre posibles medidas contra el neonazismo que, como casi siempre sucede con las polémicas forzadas por el escándalo inmediato -en Alemania y no sólo allí- tienden a saturar la discusión de propuestas bienintencionadas que de poco o nada sirven allá pasen tres semanas. El sábado pasado, un grupo de ocho turistas procedentes de la India fueron brutalmente agredidos y perseguidos por las calles por una horda de jóvenes borrachos, unos claramente neonazis y otros a punto de serlo. Cuentan las crónicas que el espectáculo, en plenas fiestas del pueblo y ante miles de testigos, fue perfectamente dantesco. Las víctimas se refugiaron en un restaurante asaltado de inmediato por más de medio centenar de agresores antes de que llegara la Policía. Milagrosamente, ninguno de los turistas indios, todos ellos vapuleados, resultó herido de gravedad.
El perfil de los agresores no alberga sorpresa alguna. Son jóvenes alemanes orientales, sin bachillerato, sin empleo ni esperanza de encontrarlo, en gran parte ya alcoholizados y sin pareja -debido en parte al creciente fenómeno de la emigración femenina hacia el oeste de Alemania-, demasiado jóvenes para haber vivido conscientemente el régimen comunista, pero ya asqueados de la democracia, del libre mercado y de las letanías multiculturalistas bienpensantes de la clase política. Son el auténtico «lumpenproletariat» de la sociedad alemana que no tienen nada más allá de la sobredosis de alcohol e identidad nacional para anestesiarse las heridas en la autoestima. Sus padres nacieron bajo la dictadura comunista y sus abuelos se adaptaron a ella con menos entusiasmo pero tanta sumisión como antes habían vivido bajo el nazismo. El victimismo, el agravio y la impotencia movilizan en ellos el odio de cuatro generaciones y por primera vez en el marco de una sociedad abierta que los desprecia y los condena por nazis pero no los persigue con consecuencia. Ciertos barrios y comarcas alemanas orientales amenazan ya con convertirse en zonas a evitar, como aseguraba ayer el secretario del Comité Central Judío de Alemania, Stephan Kramer.
Resulta especialmente grotesco que aún hoy el problema «social» del neonazismo en Alemania sea una competencia del Ministerio federal de la Familia y no del Ministerio del Interior, como si toda la solución al mismo estuviera en el fomento de la armonía familiar. En realidad, los segmentos más pauperizados de la sociedad germano-oriental, han recibido y alimentan este mensaje ideológico racista en casa. Por eso, las clases políticas de los estados democráticos debieran reconocer de una vez por todas que, siendo de vital importancia, no basta con políticas de desarrollo, mecanismos para evitar la lacra del fracaso escolar y la búsqueda de mecanismos sociológicos para afrontar las causas de esta creciente amenaza racista y nazi. Y mucho menos con llamamientos humanistas sobre la tolerancia y la convivencia interracial ante los que sólo crece el desprecio de estos grupos hacia la democracia y sus ansias por desafiarlo. Esto es así también en otras sociedades postcomunistas europeas. Por eso la lucha contra el neonazismo debe tener, como la política antiterrorista, más allá de medidas políticas, su esencial vertiente en la represión policial y en el incremento de los instrumentos de disuasión y penalización de sus actividades. Es imprescindible que sus enemigos sepan que el Estado de Derecho tiene la firme voluntad de defenderse y de defender a todo individuo libre que se mueva por su territorio. Hoy en día no es el caso ni en Alemania ni en muchos otros países por no hablar del nuestro.
En Rusia, el presidente Vladimir Putin lo tiene mucho más fácil porque ha visto cómo encauzar la frustración de esa juventud hacia una militancia y violencia favorable al régimen. Las «juventudes putinianas», llamadas oficialmente «Nashi» (nuestro) cuentan ya con decenas de miles de miembros, mucho dinero, cuadros perfectamente formados y, aunque fundadas hace sólo tres años, considerable experiencia en intimidar y agredir a disidencia, opositores, gays y movimientos «antirusos». Los «Nashi» dan cobijo bajo el generoso manto del Kremlin a todos los movimientos neonazis surgidos en Rusia desde 1991. No son como el Komsomol, una organización oficial general de la juventud, sino una guardia pretoriana que supone la perfecta simbiosis del nazismo con la herencia estaliniana que rehabilita Putin. Pero las democracias, al contrario que las dictaduras, sólo pueden integrar individuos pero no ideas totalitarias. Por eso hay que combatirlas. Y eso se hace con leyes contra quienes promueven tales ideas y las expresan mediante la violencia.
Tomado en http://www.abc.es/
Hermann Tertsch del Valle-Lersundi (Madrid, 1958) es periodista, especializado en temas de política internacional. En 1981 comenzó a trabajar en Viena para la agencia EFE en la cobertura informativa de la Europa central y oriental. En 1983 inició su labor en el diario El País con informaciones y análisis sobre las entonces incipientes reformas en los países socialistas en Europa Central y los Balcanes. Ha sido corresponsal de El País en Bonn y Varsovia y, posteriormente, para toda Europa Oriental. A partir de 1993 y hasta 1996 fue subdirector de El País, responsable de la sección de Opinión. En la actualidad es editorialista y columnista en ese mismo periódico y colabora con otros medios de comunicación, como la emisora Onda Cero.
Lea una entrevista a Terstch en http://www.bastaya.org/uploads/noticias/index.php?id=5480
Un nuevo incidente racista en una aldea cercana a Leipzig llamada Müngen, en el Estado federado de Sajonia, ha desatado un nuevo debate sobre posibles medidas contra el neonazismo que, como casi siempre sucede con las polémicas forzadas por el escándalo inmediato -en Alemania y no sólo allí- tienden a saturar la discusión de propuestas bienintencionadas que de poco o nada sirven allá pasen tres semanas. El sábado pasado, un grupo de ocho turistas procedentes de la India fueron brutalmente agredidos y perseguidos por las calles por una horda de jóvenes borrachos, unos claramente neonazis y otros a punto de serlo. Cuentan las crónicas que el espectáculo, en plenas fiestas del pueblo y ante miles de testigos, fue perfectamente dantesco. Las víctimas se refugiaron en un restaurante asaltado de inmediato por más de medio centenar de agresores antes de que llegara la Policía. Milagrosamente, ninguno de los turistas indios, todos ellos vapuleados, resultó herido de gravedad.
El perfil de los agresores no alberga sorpresa alguna. Son jóvenes alemanes orientales, sin bachillerato, sin empleo ni esperanza de encontrarlo, en gran parte ya alcoholizados y sin pareja -debido en parte al creciente fenómeno de la emigración femenina hacia el oeste de Alemania-, demasiado jóvenes para haber vivido conscientemente el régimen comunista, pero ya asqueados de la democracia, del libre mercado y de las letanías multiculturalistas bienpensantes de la clase política. Son el auténtico «lumpenproletariat» de la sociedad alemana que no tienen nada más allá de la sobredosis de alcohol e identidad nacional para anestesiarse las heridas en la autoestima. Sus padres nacieron bajo la dictadura comunista y sus abuelos se adaptaron a ella con menos entusiasmo pero tanta sumisión como antes habían vivido bajo el nazismo. El victimismo, el agravio y la impotencia movilizan en ellos el odio de cuatro generaciones y por primera vez en el marco de una sociedad abierta que los desprecia y los condena por nazis pero no los persigue con consecuencia. Ciertos barrios y comarcas alemanas orientales amenazan ya con convertirse en zonas a evitar, como aseguraba ayer el secretario del Comité Central Judío de Alemania, Stephan Kramer.
Resulta especialmente grotesco que aún hoy el problema «social» del neonazismo en Alemania sea una competencia del Ministerio federal de la Familia y no del Ministerio del Interior, como si toda la solución al mismo estuviera en el fomento de la armonía familiar. En realidad, los segmentos más pauperizados de la sociedad germano-oriental, han recibido y alimentan este mensaje ideológico racista en casa. Por eso, las clases políticas de los estados democráticos debieran reconocer de una vez por todas que, siendo de vital importancia, no basta con políticas de desarrollo, mecanismos para evitar la lacra del fracaso escolar y la búsqueda de mecanismos sociológicos para afrontar las causas de esta creciente amenaza racista y nazi. Y mucho menos con llamamientos humanistas sobre la tolerancia y la convivencia interracial ante los que sólo crece el desprecio de estos grupos hacia la democracia y sus ansias por desafiarlo. Esto es así también en otras sociedades postcomunistas europeas. Por eso la lucha contra el neonazismo debe tener, como la política antiterrorista, más allá de medidas políticas, su esencial vertiente en la represión policial y en el incremento de los instrumentos de disuasión y penalización de sus actividades. Es imprescindible que sus enemigos sepan que el Estado de Derecho tiene la firme voluntad de defenderse y de defender a todo individuo libre que se mueva por su territorio. Hoy en día no es el caso ni en Alemania ni en muchos otros países por no hablar del nuestro.
En Rusia, el presidente Vladimir Putin lo tiene mucho más fácil porque ha visto cómo encauzar la frustración de esa juventud hacia una militancia y violencia favorable al régimen. Las «juventudes putinianas», llamadas oficialmente «Nashi» (nuestro) cuentan ya con decenas de miles de miembros, mucho dinero, cuadros perfectamente formados y, aunque fundadas hace sólo tres años, considerable experiencia en intimidar y agredir a disidencia, opositores, gays y movimientos «antirusos». Los «Nashi» dan cobijo bajo el generoso manto del Kremlin a todos los movimientos neonazis surgidos en Rusia desde 1991. No son como el Komsomol, una organización oficial general de la juventud, sino una guardia pretoriana que supone la perfecta simbiosis del nazismo con la herencia estaliniana que rehabilita Putin. Pero las democracias, al contrario que las dictaduras, sólo pueden integrar individuos pero no ideas totalitarias. Por eso hay que combatirlas. Y eso se hace con leyes contra quienes promueven tales ideas y las expresan mediante la violencia.
Tomado en http://www.abc.es/
Hermann Tertsch del Valle-Lersundi (Madrid, 1958) es periodista, especializado en temas de política internacional. En 1981 comenzó a trabajar en Viena para la agencia EFE en la cobertura informativa de la Europa central y oriental. En 1983 inició su labor en el diario El País con informaciones y análisis sobre las entonces incipientes reformas en los países socialistas en Europa Central y los Balcanes. Ha sido corresponsal de El País en Bonn y Varsovia y, posteriormente, para toda Europa Oriental. A partir de 1993 y hasta 1996 fue subdirector de El País, responsable de la sección de Opinión. En la actualidad es editorialista y columnista en ese mismo periódico y colabora con otros medios de comunicación, como la emisora Onda Cero.
Lea una entrevista a Terstch en http://www.bastaya.org/uploads/noticias/index.php?id=5480
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