Tomando distancia: la literatura como exilio, Enrique del Risco

Tomando distancia: la literatura como exilio



Por Enrique Del Risco

Luego de haberle dicho a Juan Carlos Quintero Herencia cual iba a ser el tema de mi conferencia casi me arrepentí de inmediato. Evidentemente había escogido un mal tema, y un mal tema es aquel que apenas invita a la discusión, como este, que casi se demuestra por sí mismo desde el título. Y no solo por la larga tradición de exilios que incluye a casi toda la literatura judía, que no es poco, y va de Ovidio a Dante, de Joseph Conrad a Kundera y entre los que pueden encontrarse en el siglo pasado nombres tan ilustres como los de Thomas Mann, Hermann Broch, Witold Gombrowic, Solzhenitsyn, Hemingway, Scott Fitzgerald, Henry Miller, Djuna Barnes, Cezlaw Milosz, Nabokov, James Joyce, Samuel Beckett, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Guillermo Cabrera Infante, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar. Esta condición que veo como metáfora útil del hecho literario es definida por la Real Academia con una simpleza escalofriante: “Abandono de alguien de su patria, generalmente por motivos políticos”. Prefiero la definición más abarcadora e imprecisa de wikipedia que lo resume como “el estado de encontrarse lejos del lugar natural”. Y la prefiero a la de la academia que limpia, fija y da esplendor porque incluye un momento anterior a la política y las patrias.

Si nos remitimos al primer exilio que conoció la humanidad se hace aun más clara la identidad entre este y el hecho literario: me refiero al que marcó la separación de nuestros rudimentarios antepasados respecto a la naturaleza, el que rompió los lazos instintivos, biológicos, que ligaban al ser humano tanto a la naturaleza como al resto de sus congéneres. De esa ruptura y de la necesidad de repararla de algún modo emergió todo lo que nos hace distintivamente humanos: la cultura, el lenguaje, los mitos, la conciencia de la vida y sobre todo la de la muerte. Decir que todo impulso literario surge de ese extrañamiento o de otros similares (extrañamiento de la patria pero también del hogar, de la familia, de la raza, de la infancia, de ciertas inocencias y ciertas enseñanzas) es solo abundar en lo obvio.



Esa distancia de lo real que caracteriza al exilio metafórico de que estoy hablando es lo que diferencia por ejemplo a la literatura del periodismo pues, mientras el periodismo se define por su persecución de lo real que es el conjunto de todo lo que sucede y dura, la literatura depende de la búsqueda de lo verdadero que no es lo que sucede o dura sino lo que permanece. La verdad con la que lidia la literatura sin pretender que la confundan con ella es como diría Octavio Paz “el fondo del tiempo sin historia./ El peso del instante que no pesa”.

La crítica, que en tan pocas cosas llega a acuerdos ha llegado sin embargo al consenso de que el punto de vista del exilio ha sido fundamental en la definición de la literatura del siglo XX que no por gusto es el siglo que con más detalle e insistencia segmentó el mundo y delimitó las fronteras nacionales. Mientras George Steiner declara que la literatura de siglo XX es extraterritorial Morris Dickstein afirma que “El exilio es crucial para la escritura moderna no solo porque muchas de sus figuras principales coinciden en haber abandonado sus hogares; ellos se fueron porque veían que la propia vida moderna estaba rota, dislocada, en discontinuidad con el pasado”. Por todas partes se insiste en lo ventajoso del punto de vista del exilio para producir literatura, en lo esencialmente literario de ese distanciamiento. El crítico palestino Edward Said afirmaba que ver el mundo entero como tierra extraña hace posible la originalidad de la visión y citaba a un monje medieval -Hugo de St. Victor- quien prescribió que “El hombre que tiene una idea dulce de su patria es todavía un tierno principiante. Aquél para quien toda tierra es la suya ya es fuerte. Pero es perfecto el que ve el mundo entero como tierra extraña”. Otro desterrado profesional, el polaco Witold Gombrowicz, decía que en el exilio el escritor gana distancia y libertad espiritual.

Ante tanto consenso cabe preguntar ¿Por qué entonces los aspirantes a escritores se empeñan en matricularse en talleres literarios y cursos de escritura creativa en lugar de exigirle a sus gobiernos que los destierren en bien de la literatura nacional? Pero es que sucede que las metáforas que benefician a la literatura como circunstancia cotidiana no favorece a los escritores que, a diferencia del hombre perfecto que recomendaba Hugo de St. Victor, son imperfectamente humanos. Porque el exilio no metafórico sino real conlleva un extrañamiento no menos real, una agonía (cuya etimología griega remite la emulación, la competencia, la lucha) y una insaciable nostalgia (del griego nostos, “regreso a casa” y algos “dolor, sufrimiento”).

Puede que el exilio sea en abstracto el punto de vista perfecto para la escritura pero por algo ha venido asociado al dolor desde ese extrañamiento de la naturaleza al que antes me refería y que nos cuenta la Biblia en forma de fábula. Me refiero a la que cuenta la expulsión de Adan y Eva del paraíso terrenal. Ese extrañamiento derivará en añoranza y esa añoranza es la que fuerza a los seres humanos no solo a producir literatura sino a imaginar algún modo de regresar al paraíso, una imagen que ha inspirado todas las utopías que se han producido hasta la fecha. No es sorprendente pues que fuera un pueblo definido por el exilio –y me refiero por supuesto al pueblo judío- el que creara junto al mito del regreso el más abrumador de los personajes literarios: me refiero a Dios, en concreto a la figura de un dios único y omnipotente. Pero también ellos hacían depender su canto al dios omnipresente del lugar en la tierra en el que estuvieran situados. Este discreto chantaje al creador aparece en el libro de los salmos junto a una de las más desgarradoras definiciones de exilio que puedan concebirse:

Junto a los ríos de Babilonia,
nos sentábamos a llorar,
acordándonos de Sión.
En los sauces de las orillas
teníamos colgadas nuestras cítaras.
Allí nuestros carceleros
nos pedían cantos,
y nuestros opresores, alegría:
"¡Canten para nosotros un canto de Sión!"
¿Cómo podíamos cantar un canto del Señor
en suelo extraño?
Si me olvidara de ti, Jerusalén,
que se paralice mi mano derecha;
que la lengua se me pegue al paladar
si no me acordara de ti,
si no pusiera a Jerusalén
por encima de todas mis alegrías.

Difícil expresar mejor la nostalgia: como una maldición autoimpuesta ante el temor al olvido, porque el olvido significaría la pérdida de la identidad sobre la que se funda el pueblo judío. Resulta una paradoja luminosa que la negación a entregarse al canto sea expuesta en forma poética. Pero también debe notarse que el tono empleado es el de la queja como si alejado de Jerusalén el poeta no pudiese expresarse de otro modo, como si ni siquiera el omnipresente Dios bastara para alegrarle el alma mientras estén lejos de su tierra. Estos versos nos hacen pensar además que si el exilio como metáfora del extrañamiento es el punto de vista natural y necesario de la literatura, el exilio real del escritor no puede ser otra cosa que una redundancia un tanto ridícula, un incordio que provoca más traumas de los problemas que resuelve.

El exiliado concreto debe afrontar retos capaces de destruir cualquier pretensión literaria. “Amenazados por la enormidad del mundo y la irrevocabilidad de sus asuntos –nos dice Emil Cioran- se aferran al pasado convulsivamente, se agarran desesperadamente a ellos mismos y quieren permanecer como ellos eran. Temen incluso el más mínimo cambio en ellos pensando que entonces todo se derrumbará. Y finalmente se agarran convulsivamente a la única esperanza que les queda: la esperanza de recuperar la patria. Pero ellos no saben cómo ser escritores sin su patria; o, en orden de recuperarla, tienen que dejar de ser escritores o al menos escritores serios”. Otro desterrado, el premio Nobel Joseph Brodsky nos advierte que “El escritor exiliado es un ser retrospectivo y retroactivo. Pero toda la maquinaria que edifica no es para acariciar o atrapar el pasado como para demorar la llegada del presente. […] El exilio hace más lenta la evolución estilística del escritor, lo hace ser más conservador. El estilo no es tanto el hombre sino los nervios del hombre, y, en conjunto, el exilio proporciona menos motivos de irritación para los nervios que la madre patria”.
Ante este despliegue de nostalgias al que usualmente se asocia la palabra exilio el escritor chileno Roberto Bolaño alguna vez presentó su más radical reserva: “¿Se puede tener nostalgia por la tierra en donde uno estuvo a punto de morir? ¿Se puede tener nostalgia de la pobreza, de la intolerancia, de la prepotencia, de la injusticia? La cantinela, entonada por latinoamericanos y también por escritores de otras zonas depauperadas o traumatizadas insiste en la nostalgia, en el regreso al país natal y a mí eso siempre me ha sonado a mentira”. Pero por lúcida que me suene esta objeción, por cerca que me sienta de ella, debo recordarle al escritor chileno que los nacionalismos –de los cuáles los exilios son uno de sus subproductos más frecuentes- no sólo son agresivos y rencorosos sino también -en buena medida- masoquistas. Un masoquismo que sólo se puede explicar racionalmente si tenemos en cuenta que el ansia humana por ser parte de algo suele superar la decencia zoológica de huir del sitio en el que has sido maltratado. Ya había advertido Erich Fromm en su clásico “El miedo a la libertad” que la necesidad de integrarse al mundo exterior, de evitar el aislamiento, es tan imperativa como las necesidades fisiológicamente condicionadas. Algo parecido reconoció Simone Weil de un modo más poético al decir que “estar arraigado es quizás la más importante y menos reconocida necesidad del alma humana”. De ahí que pese a todas sus ventajas visibles el exilio suela tener más de purgatorio que de paraíso.



El exilio se vive como un drama personal pero también, en el caso de los que habitamos el Nuevo Mundo, como un trauma continental o como maldición nacional. Ya Jorge Luis Borges, ese anarquista tímido se adelantó a decir que “los americanos tanto del Norte como del Sur, somos realmente europeos en el exilio”. Se ha querido ver esto como una muestra más del eurocentrismo de Borges pero por respeto a la sutileza de su pensamiento prefiero pensar que no sólo se refería al fetichismo americano hacia la cultura europea sino también a la extrañeza que sienten los nativos de este continente por su propia realidad –no muy distinta, por otro lado, a la que sienten los europeos por la suya. Y más que todo Borges intentó desmontar la base de los nacionalismos americanos recordándonos que hasta la misma idea de nacionalismo la habíamos tomado de otra parte. Ese es el gran drama de América Latina, además de la pobreza, las diferencias sociales, los autoritarismos y programas de televisión tan demoledores para la siquis como Sábado Gigante. El drama de no saber imaginarnos como Nuevo Mundo. E imaginarnos como Nuevo Mundo no significa hacer tábula rasa con lo mejor de nuestra tradición sino aprovechar las posibilidades de reinventarnos sin pensar, -como productos de viejos próceres exiliados que en muchos casos somos- en buscar el camino de regreso al paraíso del que alguna vez nos creímos expulsados.

Dentro de ese continente exiliado Cuba –el país en el que nací y del que puedo hablar con algo más de propiedad e incomodidad- es un caso extremo. No sólo porque de él también podría decirse que es un país compuesto por europeos y africanos en el exilio sino porque siendo el último país de Hispanoamérica en alcanzar la independencia su idea de nación fue minuciosamente construida en buena parte durante los largos exilios que la precedieron. Mucho antes de tener himno nacional los cubanos tuvieron un famoso “Himno del desterrado” escrito por su pionero en exilios, el poeta y conspirador frustrado José María Heredia. El haber crecido desde esa distancia y extrañeza no hizo al nacionalismo cubano menos desaforado sino más bien lo contrario. Ese nacionalismo ha tenido altas y bajas a lo largo del siglo XX, es cierto, tomando como refugio en el último medio siglo de destierros. No obstante de un tiempo a esta parte los cubanos en la isla han redescubierto el turbio placer de convencerse de que el lugar que les ha tocado nacer los convierte por alguna extraña razón en seres superiores, Que al mismo tiempo aprovechen la más mínima oportunidad para conseguirse el pasaporte de cualquier otro país no contradice su nacionalismo y es que a la soberbia nacionalista se le puede acusar de agresividad o masoquismo pero nunca de coherencia. No siempre fue así porque debemos recordar que desde 1959 hasta entrados los años 90 se tomó un descanso. Ser cubano –de acuerdo al discurso oficial de aquellos años- no era importante por una cuestión estricta de nacimiento sino porque te incluía en la masa selecta que marchaba a la vanguardia de la humanidad rumbo al comunismo. Cuando por razones que no vienen al caso -y que quedaban fuera del alcance de los cubanos- dicha marcha se interrumpió fue entonces el nacionalismo el encargado de preservarle algún sentido a un Estado al que ya no le quedaban muchas esperanzas que ofrecer. Y este nacionalismo de emergencia contra todas las expectativas ha calado hondo en la conciencia del cubano pese a su indigencia actual o más bien gracias a ella. Después de todo ese orgullo infundado –al menos en el caso de muchos de mis compatriotas- es todo lo que tienen.

Con esto quiero decir que reconocerse como exiliado en momentos en que la nación –con razón o sin ella- vive uno de sus éxtasis vanidosos suena irremediablemente anacrónico. Si persisto en hacerlo –o más bien no reniego de esa etiqueta- es menos por disfrutar el discreto encanto del anacronismo que para aprovechar las discutibles ventajas que ofrece la condición de exiliado una vez que uno cree superar las desventajas. Porque si se aprovechan las lecciones de humildad que conlleva enfrentarse a la vastedad del mundo y a la insignificancia propia ya vale la pena el viaje. Ser exiliado –y ejercerlo- también te evita preocuparte demasiado por un mundo que tiene todos los indicios de irse a la mierda y permite que te concentres en los problemas y las posibles soluciones de una isla que por alguna razón sigue importándote más que la realidad en la que vives, realidad que ya sabes que nunca vas a entender del todo. Y si además no tienes un temperamento nostálgico -como es mi caso- puedes concentrarte en aquel país por el simple deseo de que alguna vez llevar allí una vida decente no sea una proeza. Ser exiliado también me ha ayudado a mí, un ser perezoso por naturaleza, a convertirme en un escritor bastante productivo aunque no sea más que por contradecir el mito nacionalista de que una vez que se transponen las puertas del aeropuerto José Martí la sustancia y razón misma de tu creatividad te abandona para siempre. (A esa superstición nacionalista suelo llamarle la ideología del boniato porque intenta demostrar que lo único valioso que tenemos los cubanos son las raíces). Si además tienes en cuenta que el exilio te distancia de tus lectores “naturales” puedes escribir ya sin por preocuparte por agradarles, sólo por el puro placer de hacerlo y la esperanza no demasiado sólida de que los lectores que lleguen a tus libros lo harán sin el soborno de la complicidad previa. Pero todo esto es posible si antes uno se libera de la angustia que trae imaginarse el exilio como una situación temporal, si previamente renuncias a la posibilidad esperanzadora y torturante del regreso. Y a eso ayuda que te sepas parte de una tradición de exilios más antigua que la nación misma, donde el regreso se ha convertido en un subgénero de la literatura fantástica. Pero esa superación de los traumas del exilio sólo la consigues si antes llegas a la conclusión de que la dependencia sentimental del sitio donde nacimos puede ser permanente pero no insalvable. Solo así se puede decir, al contrario de aquellos judíos cautivos en Babilonia: no me olvido de ti Jerusalén pero mi falta o no de memoria no paralizará mi mano derecha. La lengua no se me pegará al paladar si no te pongo, Jerusalén, por encima de todas mis alegrías.

(Leído en la Universidad de Maryland, College Park el 16 de septiembre de 2011.)

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