Irse ( ) Ir(se)

Irse  ( ) Ir(se)
Juan Carlos Quintero-Herencia



Decía antes que el arte es acción y la religión adoración.  En tanto que el hombre actúa, no está sujeto a la imploración. Se implora porque se quiere algo que no está en nuestras manos. El hombre que acude ante su dios, lo hace movido por la impotencia de obrar ante una situación que se le resiste.
Virgilio Piñera, “El país del arte” (Buenos Aires, 1947)

Ana María Rosado (me) pregunta en Facebook: “Y después de un cuarto de siglo de partida empiezan a soñar con el regreso... es posible regresar?” Es una importante pregunta por difícil y heterogénea.  Sobre todo porque expone con sus pelos y señas que se trata de un “sueño” personal.  Nunca me atrevería a generalizar o a prescribir el regreso como tampoco la partida de la isla.  Soy creyente, doy por ciertos los poderes de la fuga, de la salida.  Creo en el escape cuando una situación vivencial amenaza o es la forma misma de la intransitividad o el ahogo.  Me gusta nadar.  Creo que la pregunta de Ana María siempre recalará en paradojas y situaciones irresolubles.

Trataré de contestar. Irse o quedarse, para muchos, es una situación íntima.  Aun para aquellos que empujados por situaciones económicas o materiales urgentes deciden partir, el proceso de salida se les convierte en un antes y después subjetivo; les inaugura un calendario.  Quizás algunos no quieran saber que esta fecha carece de mayúsculas o temblores magníficos.  Desde un punto de vista, digamos, experimental, desde el tejido de la experiencia, nunca se regresa al lugar que se dejó una vez atrás, porque el tiempo modifica históricamente los términos de la travesía: el punto de partida, el punto de llegada y claro las circunstancias del migrante.  Se regresa cuando algo está por comenzar, cuando una diferencia abre su abanico afectivo.  Nunca se regresa a lo mismo.

Me considero parte de una minoría afortunada que, luego de sus estudios graduados, en los años 1990’s pudo regresar a su país y a su Universidad.  Era mi proyecto y mi fantasía hacerlo.  Lo pude llevar a cabo por un tiempo y participé de experiencias importantísimas dentro y fuera de la institución que, en parte, me formó. Sin embargo, los mandatos discursivos y familiares (en cualquier acepción de ambos términos), la ineptitud, la mezquindad y la fila obligada de los asuntos cotidianos comenzaron a enrarecer los días. Que conste que no me molesta hacer fila si esta es efectiva y reparte sus efectos con equidad.  Me refiero a la naturalización e hipertrofia de la espera y a la entronización del eso-es-lo-que-hay.  Me refiero a la tranquilidad con la que “los recién llegados” debíamos aceptar y heredar las malas mañas de una cultura administrativa que se afianzaba en su eternidad protocolaria y en su sempiterna chapuza incluso en la oficina más insignificante.

De igual manera (y creo que esto es inevitable) enumerar las razones para irse o quedarse es seguir cuantificando lo que se resiste a ello.  En la toma de decisión siempre habrá contingencias y creencias. ¿Qué decir ahora Ana María, de algunos de los que parecen esperarte en la isla?  A veces a los que se fueron “no se los juzga”, “se los entiende”, se les concede que también “los que resistimos aquí” “hemos pensado” atrevernos a tamaña barbaridad.  La condescendencia y el golpe de pecho les amarra la lengua a muchos de los que hacen patria, incluso a algunos de nuestros seres queridos.  Los que se van “abandonan”, “dejan”, “temen”, “no saben lo que hacen”, “no piensan en _________________ (coloque aquí lo que usted quiera)” “no le echan ganas” a los problemas…

Percibo en cada entrada mediática o en las conversaciones dedicadas al tema, una alteración tonal y emotiva entre los implicados por esto. Quien se va levanta un signo de pregunta para sí y para los demás. Digo más, los suyos, los queridos, los de a diario comienzan también a exhibir múltiples signos que inciden en la decisión de irse. Inclusive el paisaje comienza a hablar de tantos modos…

En Puerto Rico esta situación y los modos de pensarla, en los días que corren, ha devenido una plataforma moral, moralizante con la cual se miden y se proyectan conductas, superioridades: en esta tarima se pregunta tarde o temprano ¿quién quiere más a la isla?, ¿quién contribuye más?, ¿quién la sabe más o mejor? ¿De quién emana más “fuerza positiva” para nosotros y para lo que tenemos que hacer?  Al final suenan las trompetas y se abre el cielo: ¿Quién tiene derecho a usar la palabra aquí, si tú ni estás aquí, ni te sufres esta melcocha?

Todo termina, en demasiadas ocasiones, en una suerte de juicio moral incluso sobre la persona que se fue: “resentido”, “ambicioso”, “cobarde”, “fascinada con el Imperio”,  “arrogante”, “sin fe”, “cómplice”, guanabi (en el) extranjero.  De igual manera, hay poca o ninguna reflexión sobre esa suerte de atmósfera (ideológica) que ha hecho transparente y familiar el estar en el país con ser su mejor “hij@”, su mejor representante ungido por la ley del Sacrificio de ese corderito sentado sobre el montículo marino de nuestro escudo.  Se enumeran las causas para el cierre de tantos horizontes y perspectivas pero se medita poco sobre lo que esto ya significa en el cuerpo y en las condiciones materiales de una subjetividad comunitaria.  Peor aún, mientras esta situación sea parte de algún protocolo que diagnostique traiciones o enajenamientos, al hacer incuestionable nuestra Gloria Cultural, los efectos de larga duración en la cultura política puertorriqueña seguirán haciendo casa y erigiendo estrecheces.

Concedo, en paz, que irse es desacomodar los signos y discursos de la pertenencia de todos.  Por eso hay grandes “idos” que viven entre nosotros y grandes quedaos entre los que incluso han asumido ciudadanías allende los mares. Las formas múltiples de construirse una vida feliz, el llamado “pursuit of happiness” ni se idealizan, ni se subestiman. Su enorme poder imaginario reside en que es un horizonte abierto, una promesa que no se le puede legislar a los ciudadanos o empujársela como genuflexión natural extraída del templo de nuestra fe pública. Inclusive el capital la incorpora consciente de su fuerza de interpelación y de la enorme productividad de este relato por igual utópico como material.  Las ideologías y las estatalizaciones gustan de estos horizontes porque movilizan cuerpos y deseos, como la zanahoria mueve al burro que hambriento la percibe frente a sus narices.

De igual forma, esta abertura, esta apertura ( ) es lo que una comunidad debe salvaguardar y proteger como la piedra angular de su cultura política: la posibilidad siempre abierta de otro horizonte, de un más allá para lo familiar, de otra cosa, de hacer las cosas de otra manera, esa posibilidad apenas vislumbrada en la perspectiva incandescente de nuestra actualidad.  Esa posibilidad negativa como horizonte es lo que (se) niega, es lo que no se ve aún, es el negativo necesario por donde podríamos hacer aparecer la ficción demasiado real e imperfecta de la felicidad.  Esto representaría un principio ético y político: dejar siempre vacío un espacio para los que no son como nosotros, ni piensan como nosotros, dejar y pugnar por un espacio libre (de imágenes, de presupuestos, de tradiciones, de genealogías, de pactos, de lenguajes) para los que vienen después o para los que están en otra parte.  Esta libertad abierta es la posibilidad de inclusive de usar de otro modo, o de descartar lo que todavía allí persiste, de polemizar sin cortapisas ni ñé-ñé-ñés morales.

Los de aquí y los de allá. No sé si podemos seguir hablando con tanta tranquilidad del adentro o del afuera, de estar o de ser isleños en estos días.  El espacio mismo donde Ana María Rosado pregunta es su mejor manifestación.  La posibilidad de construir una cotidianidad productiva, sabrosa, de estar a gusto en un lugar haciendo lo que se quiere hacer no tiene que convertirse en una panacea que expulse negatividades y criterios, ni un fiestón perpetuo, ni mucho menos un sueño hipotecado a los administradores de un futuro que nunca inauguran o que entorpecen con esa disciplina férrea ante los hábitos de la mediocridad, del remache o del ay bendito.

Irse no es una tragedia perfecta como tampoco es una caída irrefutable.  Irse (en mi caso al menos) fue relacionarme de otro modo con el lugar donde nací y tratar de hacer (mejor) algo que en la isla se me dificultaba sin necesidad.  Irse no nos vuelve sinónimos del ser “de allá” o del ser “de acá”. Irse es ganar y perder, con el mismo movimiento, en asuntos y experiencias que nada tienen que ver con las competencias o con inclusive devenir aspirante a “winner” entre los desechos.

Irse es o será siempre un problema o un tema político en el momento que una comunidad lo exponga como el espacio donde una subjetividad recibe o hace un daño. Este daño es, cómo dudarlo, subrayado por la partida.  Sin embargo, la salida de la isla, como tampoco habitar la isla, son el origen único del daño social que apalabra la comunidad cuando piensa esta situación.  El daño emana, en parte, de una concepción moral, religiosa del pertenecer social o culturalmente a una identidad.  El triunfo de la fantasía yoica de un sujeto que imagina que si re-liga sus creencias con su país, que si se vuelve a vincular(se) con lo que es o puede llegar a ser, pero no está todavía entre nosotros, este religarse hará posible el descenso del bien común en la historia puertorriqueña. El daño se cocina precisamente allí donde los protocolos adversativos dan por hecha y definitiva esta decantación.  El daño se administra a través de estos templates simplones, morales, binarios de pensar la soberanía, cuando la soberanía es precisamente todo aquello que nos permite vivir mejor en las afueras de ese templo donde se adora y se comercia con “lo que somos”.

La identidad puertorriqueña que presupone esta discusión sobre “los cerebros que se van y el corazón que se queda”, los modos de decir yo soy Puerto Rico y creo en mi identidad, ese yo idéntico=al país, han contribuido a la erección de la tarima discursiva donde se expone la adoración narcisista que sostiene la cultura del poder del Estado Libre Asociado.  En ese daño estamos implicados todos y todos somos responsables del mismo.  Es más, es lo mismo, la mismidad es lo que manifiesta la ida.  Nos corresponde a todos conversar la naturaleza y complejidad de este daño y pensarlo como posibilidad para otro comienzo, para otros usos de la voz que por fin le haga justicia.  Este daño no tendría que ser una línea divisoria más entre ellos y nosotros, ni otro síntoma que debe ser medicalizado, ni otro kiosquito “yoico” que exhiba y venda por igual sus “yo me quedo” o sus “yo me largo”.

Irse o quedarse podría ser la posibilidad que permita vivir la promesa de un bien común, de dis-frutar, de deshacer la fruta de un bien personal en esta tierra. Irse es, en otro registro, lo que hacen siempre nuestros muertos.  Nadie sabe irse como se van los muertos.  Irse o quedarse como un modo de lidiar, de nunca acabar, con nuestra soledad.

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