Memorial del cangrejo
“Memorial del cangrejo”
Juan
Carlos Quintero Herencia
A José Liboy
The life of the mind only attains its truth when
discovering itself in absolute desolation.
G. W. F. Hegel, The Phenomenology of Mind.
Entre banderas norteamericanas y velas, plegarias
cristianas que no escucho muy bien y las que hago en una lengua que no me
pertenece y no sé si comprendo a cabalidad, mientras mis hijos juegan
alrededor, sumo a la noche una vela.
Entre extraños que ahoran son mis vecinos, no sé si estoy enfurecido o
simplemente confundido. Ivette me
recordó el tiempo que llevábamos frente a la tele, la luz que necesitan los que
mueren desesperados o fulminados por la contingencia que, en ocasiones, se viste
de horror. La vela ahora me entretiene
con su esperma de la cual huyen mis dedos aunque en ocasiones la deje pegarse a
ellos y bajo su calor aparezca mi piel cubierta de una membrana que me arrastra
a los recuerdos de juegos, correteos, calcomanías y escondites. Una mujer joven me saca del embeleso. Las máscaras de Oyá, el manto de Obatalá, las
muletas de Babalú desaparecen detrás de la caja de bateo del pequeño parque
donde me encuentro. La mujer al decir su nombre me extiende su mano. Contesto con el mío, aprieto su mano y nada
decimos. Intenté comenzar una
conversación. No pude. Vuelvo a escapar. La esperma ha formado una pequeña mancha
sobre la grama. El grupo se dispersa
luego de intentar (creo que sin éxito) a dos manos el sosiego y el ardor
patriótico. El dolor es demasiado.
Entre el “God Bless America” y el “desierto de lo
real” que levanta el horizonte newyorkino, un hombre musulmán avanzaba
nervioso, apresurado, a dejar el estacionamiento de un supermercado politically
conscious. Casi me golpea con su
auto. Lo miro y no sé qué hacer o
decir. En la radio ya se escuchan
palabras como racial profiling, identification cards for high risk subjects y
toda una procesión de cifras, estadísticas y encuestas. Mientras las voces de un liberalismo light,
elegante y sagaz, descubren el tamaño de la tragedia (o su hueco) como un niño
que levanta la cabeza ante el fósil gigantesco de su dinosaurio preferido,
otras voces escriben “Venganza” entre las cenizas, otros piden que meditemos
antes de tomar decisiones drásticas. Mi
rabia es casi perfecta ante los textos de intelectuales y académicos
progresistas que interpelados por el desastre de los días hacen un simulacro de
esfuerzo por reflexionar ante lo ocurrido y no pueden ocultar a la postre un
obsceno “se los dije” entre líneas nerviosas y la nostalgia de los viejos
tiempos contestatarios. Aún así me
reafirmo en que no sé con exactitud lo que me pasa o lo que siento, sin
embargo, me niego a la contricción que me piden los bienpensantes y los recién
llegados a la vulnerabilidad. El llamado
a la guerra me es inaudible aunque pueda comprenderlo. La tentación del refugio, el final de una
fuga que parece ser mi hogar no calma el ahogo y la jiribilla de estas
ansiedades pero es el único espacio que, por el momento, levanta una pared o
una ventana donde puedo posar la mirada mientras tecleo en la máquina. A pesar de conjurar la intemperie entre
caricias y ricuras, o rezos a Eleggüá, de otro modo he topado con un espacio
conocido que, esporádicamente, le ha sido contigüo a mi habitación. Lo de conocido es sólo una expresión para
merodear el agite que antecede mi escritura; el desasosiego gozoso que me
arrrastra, en ocasiones, a la máquina.
De otro modo vuelvo simultáneamente a estar tan lejos y tan cerca de lo
que no puedo decir. Lo mejor y lo peor
de la situación que describe mi presente es su falta de sintonía con relación a
la catarata de “nosotros” que desfilan ante mi.
No es tanto un problema de pertenencia o solidaridad como del tejido de
experiencias y querencias que me abandonan en esta soledad. Extrañado por un susurro ininteligible que no
me deja tranquilo miro fascinado la eficiencia del triturador en la
cocina. Es un roto que lo procesa casi
todo, un roto dentado que me libera de los desechos y las sobras de
alimentos. En el zafacón ya no hay
descomposición ni el espanto de los olores o las sabandijas. Sin embargo, el aparato es frágil ante el
metal de los cubiertos y trae una tapa con la que vigilamos su entrada.
Decido hablarle a mis hijos sobre lo sucedido el 11
de septiembre en New York, Pennsylvania y Washington DC. Preguntaban una y otra vez: “¿por qué repiten
el mismo programa tantas veces? ¿Verdad
Papá, que eso pasó hace muchos años?”
Mis hijos vieron la segunda explosión “en vivo” cuando Ivette y yo
mirábamos un programa que entonces decía que había ocurrido un accidente aéreo
en una de las torres gemelas que componían el World Trade Center. Ahora la lengua se me traba para explicar
palabras como “secuestrador”, “suicidio”, “rescate”, “monstruo”, “dios” o
“guerra” (No creo que se me trabara menos antes). No quiero hacer una fábula ni un cuento
infantil. Temo caer en la gramática de
las evidencias, de las fáciles decantaciones y de los oponentes que se repelen
entre bondades y maldades sin duda identificables y así continuar el tejido de
espectáculos que le evita a los niños lidiar con la violencia y la muerte. La idea de “salvarlos” de la impresión o
“protegerlos” de las imágenes con las palabras o el silencio me parece, hoy más
que nunca, una solución médica que se presciben a sí mismos sus padres. Hago lo mejor que puedo declarando mis
incertidumbres y mi desconocimiento ante las magníficas verdades que levantan
sus preguntas como: ¿Por qué? ¿Por qué
quieren morirse? ¿Por qué lloran? Mis hijos me miran entre sus preguntas y casi
sonríen. Se alejan aburridos de mis
oraciones sin ton ni son. Ahi van con un
pensamiento en la comisura de sus ojos.
Me siento inmensamente ridículo y el parcial extrañamiento que suponía
mi mudanza reciente a los Estados Unidos ahora se ha tornado oceánico y voraz.
Este texto avanza borrando uno que escribiría sobre
el aire enrarecido de una cultura anti-intelectual que se celebra a sí misma
entre banderas, consensos, las buenas costumbres de nuestro trato profesional y
los muy prometedores programas
televisivos sobre la cultura nacional que algunos encuentran “viva” entre
nosotros. Se trata de un cultura que en
su transparencia bonachona ha cuajado su efectividad descalificante y la lengua
de sus dogmas. El “sentido común” es su
mejor camuflaje. Este ensayo crece bajo
la luz de los que antes del 11 de septiembre encontraban, y aún después
encuentran, extranjerizante o impropio hablar de las simplezas y ferocidades de
los nacionalismos, de las purgas raciales o las limpiezas religiosas, de las
configuraciones de la biopolítica, de las violencias o las crueldades
ineluctables de los diversos espectáculos que, en parte, nos globalizan y nos
hacen la cotidianidad tan familiar. El texto crece recordando a aquéllos seres
que les aburría o guardaban silencio ante esas experiencias que nada tienen que
ver con “nosotros”, isleños colonizados o sabrosos, asediados por tantos
enemigos. Mi ensayo se mueve recordando
la confianza que depositaban en el futuro, en el porvenir de nuestra mejor tradición
democrática, en el archivo de sus certidumbres.
¿Quiénes si no ellos estaban tan seguros de las prioridades, de la
probidad moral de sus temarios? En algún
momento quise conversar sobre esa molestia tan “nuestra” ante esos que siempre se están quejando y sólo
hablan de lo negativo. Hoy creo no
poder escribir sostenidamente sobre una tradición intelectual que, como toda
tradición fuerte, ya cuenta con abogados, críticos, editores, escritores,
poetas, periodistas, jefes de agencia, jefas de departamentos, profesores,
peloteros, sindicalistas, jugadores de billar, vendedores de frutas y hasta el
mejor de nuestros seres queridos.
Creo que lo que me perturba es este deseo de
guardar silencio y preñarme con el abismo y, sin embargo, saberme atraído por
las letras y la sucesión del ruido. Me
agobia el vientre esta sensación de saberme responsable por algo o alguien y a
la vez atesorar este deseo de encuevarme, devenir crustáceo otra vez y hacer
con la arena la oscuridad y el cobijo.
La catástrofe del 11 de septiembre es un enervamiento que nunca ha
acabado, cuyas descargas vuelven a poner en escena la desnudez de nuestra
paradójica e inhumana corporalidad cultural.
Lo peor es que, de algún modo, este ciclo de desastres que nos renueva
la historia, sobre el que Nietszche se ha explayado, sirva de nuevo para la
domesticación y el amansamiento de esas aristas y eclosiones que son también
las subjetividades políticas y la pluralidad de lo violento. Hoy muchos y muchas “descubren” la lengua de
la intervención política o del comentario crítico, y está bien que así
sea. Pero cuando el polvo desaparezca,
los olores se difuminen, y el olvido secrete su extraordinaria resina habrá que
ser cordiales y evitar el vómito cuando regresen a sus temas cándidos, a su
servicio público tan aleccionador, a su cordialidad con los mercaderes y los
mediocres que también “algo” tienen que decir.
¿Volverán a usar luego, sin banderas o estribillos, palabras como
“poder”, “capital”, “hambre”, “campo de concentración”, “refugiados” o
esperarán, otra vez, por sus 15 minutos en los medios de comunicacón del país
para mercadear su sensibilidad y la naturaleza de su preocupación social? Los números de muertos, la cuantificación de
las toneladas de escombros, los dólares perdidos que un cinismo rampante no
puede dejar de apiñar son precisamente el comienzo de la tachadura del
significado de las muertes en las torres gemelas. La culpa que generan, la angustia que desatan
no pueden separarse del abaratamiento de lo vivo que esa lógica numeraria
blasona y presupone. En medio del
desastre los grandes empresarios, el Secretario del Comercio, los prominentes
CEO’s no sienten ningún pudor al afirmar que consumir es patriótico, que los
ciudadanos salgan y compren y vuelen en aviones, que hay que compartir el
sacrificio, que todavía se puede negociar, hacer dinero, obtener ganancias.
La obligatoriedad de una posición unánime crece
entre los ciudadanos de los Estados Unidos sin que la disidencia pueda decir
algo. Y si algo nos propone,
difícilmente se lo pueda escuchar en medio de este ceremonial donde pareciera
que hay que pedir perdón por estar vivo.
La sangre y la peste de los muertos es “demasiado real” para considerar
otras voces o alternativas. La
catástrofe ha abandonado su fantástico habitáculo hollywoodense y ahora es
sencillamente inaguantable. Alguien ya
propone tapiar el lugar, hacer un gran parque verde o volver a levantar dos
torres aún más imponentes. En medio de
la indignidad que me define me instalo en la memoria de instantes felices que
ahora me miran desde un lado ominoso.
Recorro caminos aledaños a un cañaveral en Vega Baja junto a un medio
hermano con el que ya no hablo ni veo con frecuencia. Vamos en su Volky alumbrando la noche; es muy
tarde en la mañana y nos sobrecoge la incertidumbre del hallazgo. Pero de repente ahí están. Frente a nosotros, entonces, aparecen sus
celajes, corren, se desplazan misteriosamente.
Enormes arañas sin tejido, cientos, tal vez miles, de jueyes cubren la
pequeña calle vecinal. Algunos han comenzado
a detenerse en su corrida, otros ya se quedan encandilados ante las luces del
carro. Mi hermano detiene el Volky
tirando de la emergencia y me dice emocionado: “Agarra los más grandes, las
hembras preñadas las sueltas”. Allí va a
poner su tennis sobre un enorme macho azul.
Me bajo y comienzo a cogerlos.
Uno me da candela pues se vira sobre su caparazón y no me permite
agarrarlo. A lo lejos se acerca otro
carro, es un Mustang rojo, es el Mustang rojo de mis sueños que ahora avanza
proceloso triturando la manada. En la
contemplación del desastre mi presa me muerde.
La sacudo y no me suelta. Mi
hermano me agarra con firmeza la mano y me dice al oído: “espera, bájalo, pónlo en el piso”. No siento mis dedos, pero pausadamente bajo
el manjar y sus patas tocan la brea de la calle. Me suelta y sigue su camino. Mi hermano hace un chiste a cuesta mía y abre
un saco que nunca jamás volveré a ver.
Silver Spring, Maryland. 17-20 de septiembre de
2001. (Publicado originalmente en
Diálogo-Periódico de la Universidad de Puerto
Rico, octubre 2001: 18-19.)