ConsterNación: Lengua política, radicalidad e interpelación en PuertoRico 2


ConsterNación: Lengua política, radicalidad e interpelación en Puerto Rico 2
Juan Carlos Quintero-Herencia

A Miguel Rodríguez Casellas y a Juan Carlos Rivera Ramos por habilitar un puerto para cuatro gatos.
Muchas gracias a Ivette Rodríguez Santana, Carlos Pabón e Israel Ruiz Cumba por la escucha, por la paciencia, por el amor.
[Detalle, El calvario por Rogier van der Weyden]


I


No se dan cuenta que el mito cristiano, que ordena todo el horizonte de la cultura en la cual han nacido y en la que luego algunos son formados como hombres llamados “filósofos”, es el que traza las líneas fundantes de todo lo que ven, imaginan y piensan: que el mito cristiano, cuya forma extrema los organiza, es la premisa imaginaria, persecutoria y aterrada que los fundamenta.
León Rozitchner, Materialismo ensoñado. Ensayos. (2011).

¿Dónde demuestra su capacidad de comunicarse o de hacer común-idad, la izquierda puertorriqueña? ¿Cuándo las izquierdas o el independentismo tal como los conocemos hoy (sé que no son idénticos, ni mucho menos) han hecho una demostración de comunidad que lograra interpelar a sectores que afecten positivamente alguna situación social o política urgente en el Puerto Rico de los últimos años? ¿Dónde ha levantado imágenes, palabras que constaten la aparición de otro tipo de subjetividad política en la arena democrática? ¿Qué entiende por politizar esta izquierda? ¿Son obvias las formas que tiene ante sí para actualizar un modo de vida en común y una agenda que, por igual, agujeree como trabe la naturalización de una experiencia apolítica en la isla? ¿Es posible o deseable para las izquierdas retirarse de la ceremonia de repartición de panes y peces que conforma la ágora colonial?

Espero que, para proseguir con la lectura, el lector o la lectora no exija —como en una aduana— cierta dosis de disclaimers o que deba distribuir prozacs retóricos que los protejan de algún mal rato. Cosas como “esto pasa en todas partes, en los Estados Unidos, en Rusia, en la China, que si la derecha, que si los populares, que si los penepés también, que si fue que aquellos se rajaron, que el radicalismo no interpela, chico que pesimista eres” y un larguísimo etcétera.

Ahora bien. Por demostración de comunidad (Rancière) imagino toda una gama de experiencias y experimentos políticos, colectivos que ponga en discusión maneras de acción, modos de dirigirle la palabra a la comunidad política puertorriqueña. Estas demostraciones nos podrían ayudar a pensar, no asumir, cómo se articula o se ha articulado en Puerto Rico una comunidad política, un “pueblo” en la conversación política. No se trataría de enfocar sólo un sector nada más, algún cliente, hermano en la fe o a ese grupo electoral que se quiere seducir, sino de conversar soluciones posibles con otros actores en el espacio público.

Una comunidad radicalizada por la insoportable “normalidad” cotidiana, también puede abandonar el escenario discursivo que desatiende sus sufrimientos, y con su “salida” reformular los términos de la conversación política de dicha comunidad. Esta demostración buscaría actualizar prácticas de razón, pasión y discurso realmente transformadoras de las condiciones de vida en la isla. Una demostración de comunidad efectiva podría sumar y no restar voces, escuchas, solidaridades y proyectos alternos.

La aparición de estas demostraciones son la firma misma de la experiencia democrática, ya que exponen malestares y sufrimientos que demandan ser atendidos. Estas demostraciones conforman el espacio donde aparecen (a veces por el brillo de su ausencia) sujetos políticos que antes no habían sido contados, ni escuchados en dicha ágora. En estas demostraciones de comunidad un sujeto político adviene al mundo político junto con una comunidad que se mira en su dolor, en su daño, y lo incorpora como un malestar propio de todos. En toda demostración de comunidad, por lo tanto, es decisivo tirar de los afectos que promuevan la solidaridad comunitaria ante la rotura y el dolor. Allí se practica un imaginario que cobije y expanda lógicas de democratización, justicia y de inclusión del otro.

Estas demostraciones de comunidad no son espacios idílicos, en los que se expulsa el conflicto y el desacuerdo. Entre las consecuencias de estas demostraciones no habría que buscar garantías de triunfo, ni es el fin último de las mismas la toma del poder gubernamental. Pero sin estas demostraciones de comunidad no hay posibilidad de alterar de modo colectivo el estado actual de cosas.

¿Expone la izquierda o el independentismo puertorriqueños su potencialidad comunitaria, sus modos de hacer comunidad con efectividad? ¿Dónde hace estas demostraciones de comunidad? ¿Qué entiende por esto o cómo lo ha entendido históricamente? ¿Se limitan estas demostraciones a la fundación de la fundación de la fundación de la fundación de otro grupúsculo, la organización de marchas, festivales, la participación electoral, la restauración del periodismo investigativo, la toma o re-estructuración de la Universidad, entre otras? ¿Arrastran consigo estas demostraciones —si fueran demostraciones— alguna proposición específica sobre cómo sería la vida puertorriqueña en una sociedad mejor, o son meras “actividades de lucha y concientización”, modos de vivir la fe, de socializar al interior del “gremio” o la secta?

De identificarse alguna demostración comunitaria de izquierdas significativa —sigo preguntando—, ¿cuáles han sido las consecuencias estructurales, sistémicas para el ciudadano puertorriqueño de hoy? ¿Cuáles serían los criterios para medir la eficacia política de las mismas? ¿Rebasan “estos logros” el perímetro gesticulante de los convencidos? ¿Desencadenaron procesos que ampliaron la vida y el disfrute de la misma para todos en Puerto Rico? ¿Dónde están las políticas sociales y económicas alternas ofrecidas por esta izquierda o por el independentismo puertorriqueño, más allá del salón de actos de la cultura, “educar a la comunidad”, las retóricas identitarias, la reducción de lo colonial al tema del status, del bizcocho electoral o las que recién comienza a apalabrar el Partido del Pueblo Trabajador?

Lo que desea pensarse en este ensayo no es establecer meridianamente quién tiene la razón en estos asuntos, sino pensar en torno a cómo circula la razón, sobre todo, la razón política de izquierdas en Puerto Rico y cuáles han sido sus derroteros históricos. Más aún, se trata de repensar el orden de las creencias (no sólo religiosas) que se asumen como necesarias por la izquierda para politizar alguna experiencia y construir desde ahí un mundo más justo y democrático. Me interesa comenzar a discutir el grave problema de convocatoria que sufre la izquierda puertorriqueña a la luz de debates recientes en torno a la ausencia de movilizaciones populares ante la crisis institucional del ELA, la discusión en torno al “voto útil” y la “crisis de imaginación y lenguaje” de los sectores progresistas ante estos fenómenos.

Adelanto una hipótesis, una ficción interpretativa que no creo agotará el tema. Las izquierdas y sectores del independentismo, en términos generales, han naturalizado in extremis que sus respuestas ante las crisis y fracasos de la sociedad puertorriqueña deben redactarse con una gramática y un pensamiento francamente religiosos.

El acoso y destrucción del demos que vivimos en estos días cuenta con el uso y el abuso de tropologías míticas —en particular las tropologías que emanan de algunas religiones organizadas en torno al Libro—. En este escenario discursivo, la lengua encendida la manejan por igual actores, directores y público. Ahí están con sus mejores tonos y figuras conformando el espectáculo apolítico global que evapora la violencia, la inacción y nos convence de las inconsecuencias del status quo. En particular, destaco la consterNación puertorriqueña como un modal religioso, heredero de la mitología cristiana, al momento de intervenir en el proceso democrático.

La mitología del Nuevo Testamento epistemológicamente no puede evitar disminuir el más acá de las cosas de este mundo y proponer la espera, incluso la esperanza, el después, el más allá como el tiempo-espacio ideal donde vivir plenamente la promesa de la felicidad eterna. Recuérdese que en resumidas cuentas para esta mitología este mundo siempre es menos real, menos verdadero que el Otro. Los grandes valores morales del cristianismo: tratar al prójimo como a ti mismo, la solidaridad entre hermanos, la compasión hacia el enemigo, el pecador o el pobre, la defensa y propagación de la austeridad y el sacrificio del cuerpo carnal, carecen de sentido sin la promesa de ese segundo acto donde el cristianismo imagina la “derrota” de la Muerte: la Resurrección del Dios masculino y el descenso/ascenso del Reino de los Cielos.

No hablo aquí de las interpretaciones, mucho menos de las diferentes lecturas que ha recibido el mito cristiano, sino de su naturalización subjetiva y de la operatividad simbólica que disfruta en la arena democrática contemporánea. Esta situación de orden estructural siempre imagina “la buena vida” o la felicidad como “la superación” de las pulsiones individuales, de los apetitos de la carne como también el reconocimiento de la existencia y diferencia del otro. Leer este Libro es escuchar siempre un “mensaje de esperanza”. Y esto me parece importante: la superación de apetitos, la canalización de pulsiones, como el descubrimiento de la humanidad del otr@, constituirían la “prueba” inequívoca de la existencia de un orden moral superior. La existencia de un Alma que orienta y jerarquiza, en las afueras de nuestra realidad y de nuestro cuerpo el sentido de nuestra posible felicidad.

La espiritualidad cristiana gusta de enfatizar que el dominio sobre el cuerpo y sobre “lo mundano” es una de las pruebas de los beneficios de la fe. En este sentido, la solidaridad, el reconocimiento de la diferencia del otr@, e incluso el sacrificio son eventos que no se encontrarían en el orden de la Naturaleza o en la historia de nuestro cuerpo-cuerpo.

La mitología cristiana ha marcado ideales, utopías éticas o sociales hacia las que avanzamos siempre, utopías que no están a nuestro alcance pues en última instancia no se encuentran aquí, en el mundo inmediato, en el territorio de “la Caída”. Esta tropología se ha naturalizado, secularizado, y forma parte de la nomenclatura filosófica y política y, claro, de la lengua cotidiana de todos. Esta discursividad no la maneja solamente el creyente religioso. Cabría entonces preguntarse, ¿traba de algún modo este orden discursivo el acelerado acabose del tejido social y político de la peculiar democracia colonial puertorriqueña? ¿Facilita este lenguaje un actuar crítico que confronte la hegemonía del orden capitalista neoliberal, orden que cuenta ya con el endoso material y discursivo de religiosidades tradicionales?

No tendría que asumirse que reconocer la hegemonía de esta discursividad cristiana y del pensamiento utópico marcado por sus figuras, desautoriza al creyente religioso como participante en el debate político puertorriqueño. Al contrario. ¿Quién puede negar la labor comunitaria y cívica que las instituciones religiosas llevan a cabo y el capital electoral que también manejan? Nadie tampoco debe esperar que se retiren de una conversación política amplia, cuando ellas mismas han tenido que resolver diversos problemas creados por la quiebra del Estado benefactor y la abulia de los partidos políticos ante la erosión de las instituciones civiles.

De cara al imaginario y la lengua pública de las izquierdas y al nacionalismo y neo-nacionalismos puertorriqueños preocupados por la ruina diaria, sin embargo, se impone preguntar: ¿Insistir en usar esta lengua y su imaginario, socava la interpelación política de esos grupos, o es una decisión —irreflexiva o no— que demuestra la subordinación sorda de los mismos a dicha hegemonía discursiva? ¿Si esta lengua ha naturalizado los términos de la “bondad” y las imágenes de otro futuro posible, ya sea en la conversación política, en el mercado, o en las instituciones culturales puertorriqueñas, se podrá escuchar o movilizar algo con ella, no digo radical, algo sencillamente diferente? ¿Por qué se puede hacer política en Puerto Rico con sólo poner a circular un “mensaje de esperanza”, desligado de un pensamiento crítico más o menos actualizado y de proposiciones económicas y políticas específicas que nos sirvan a todos?

Puedo escuchar la sospecha y las acusaciones de futilidad por “volver” sobre este tema. Que si los verdaderos enemigos son el capitalismo neoliberal financiero, que si los testaferros de la colonia, que si el desconocimiento de la historia, el bipartidismo, el consumismo, la estupidificación galopante, que la gente no lee, que la gente sí lee… Cada vez me convence más la necesidad de repensar esta situación al percibir la resistencia y la fulminante desestimación tanto del sujeto como de los argumentos que se levantan ante esta situación. Como si pensar esta espiritualización de la lengua política fuera una forma de desatender los verdaderos problemas políticos, un modo de chotearse, de chotear nuestra evidente apatía política. Me convence cada vez más y me entusiasma pensar esto, porque la acusación que se esconde tras ese “parecerles” insoportable, incluso peligroso, seguir con este tipo de reflexión — en verdad, una preocupación compartida por cuatro gatos— confirma la existencia y coherencia de esta doxa consensual que graba la lengua política puertorriqueña. Sobre todo, la que apalabra utopías y las marcas de identidad que supuestamente deben acompañarlas.

La resistencia a la crítica es un modo de protección de la feligresía. Cada vez que se pone en discusión el fracaso de alguna utopía o de algún orden institucional puertorriqueño que nos prometiera un futuro mejor se repiten los mismos gestos, las mismas descalificaciones, el mismo basureo. Esto no es privativo de las izquierdas puertorriqueñas. ¿Qué se asoma en ese espacio donde parecen convivir fundamentalismos con algún escritor o profesora neo-nacionalista, un presidente de Partido dominante con alguna tía católica, el abrazo de los evangelistas con los legisladores ante el Capitolio, el compungirse de alguna alcadesa con un “entrar de rodillas a Lares”? Muchas cosas sin duda, hasta diferencias y no pocos cinismos. Interesa, por el momento, el tejido metafórico y afectivo que lo hace posible y los comunica: un pánico sonriente, cierta cordialidad ecuménica, sobre todo, quisiera asediar la normalidad de la consterNación como modo de presentarse en la arena democrática.

Entre los consternados, interesa la angustia que surge ante el pálpito del final de una experiencia histórica patentizada por la ausencia contemporánea de esos sujetos históricos que acostumbraba encumbrar la izquierda. Esta angustia es sobresaliente (no exclusiva) entre los que creen que la actividad suprema de toda política puertorriqueña es la descolonización de Puerto Rico. ¿Es el nacionalismo o el neo-nacionalismo la configuración última de lo político y lo radical en Puerto Rico?

Creo que esta angustia de cierta izquierda y de cierto nacionalismo puertorriqueño es un modo de “vivir” religiosamente en y de la esfera política convencional. Más aún, la consterNación es una manera singular de enfrentar una de nuestras grandes angustias como seres humanos: la certeza del fin, la preocupación por el carácter innegociable de la muerte. Esta angustia, mejor dicho, este miedo ante la realidad de la caducidad, no sólo de nuestras creencias sino de todo lo estas supuestamente “explicarían”, firma la consterNación como el acto apolítico que en la arena política puertorriqueña despliega cierta izquierda como su forma de politizar y politizarse.

La consterNación es una manera de reaccionar ante la muerte del sujeto político que se suponía debía aparecer en la arena democrática y levantar la tea revolucionaria, no es un modo de relacionarse con la singularidad de su vida y de su ethos. La consternación presupone una serie de tonos, una afectividad y una mitología específica. En ocasiones, es un modo elegante de la rabieta que emana de un descubrimiento doble: 1) la aparición de otros sujetos en la arena democrática apalabrando problemas específicos y 2) las acciones y creencias de estos mismos sujetos políticos ponen en jaque los métodos y las creencias políticas de las izquierdas.

El nacionalismo, por ejemplo, es un identitarianismo en clave sacramental. Es todo un conjunto de ideas y gestos que aspira a circular como pensamiento crítico, y hasta político-radical, cuando en verdad es una creencia religiosa que no soporta que se pregunte por su manufactura histórica. El nacionalista intransigente es, en este sentido, El Gran Consternado, aquel o aquella que confrontado con una situación límite para su comunidad amenaza con perder la tabla. Estos momentos de expresividad consternada, sin embargo, se le dedican a una comunidad que comparte la legitimidad y cree en los aspavientos de la consterNación.

La angustia que agita al consternado es el pálpito de un vacío, de un límite que lo podría llevar a problematizar la lógica y realidad de sus creencias. Pero no, para allá no se va a mirar. Esto es particularmente insoportable cuando se trata de creencias políticas imaginadas como consustanciadas en el nombre de sus héroes y en su proceder político en la Tierra. El consternado vive, entonces, su consternación como temblor ante la tentación de perderse en ese límite que dispara la angustia. La consternación es la genuflexión con la que el consternado le anuncia a su público que no habrá de caer en ese vacío. Apenas lo contempla. El consternado tiembla de rabia porque lo contempla. La consterNación es la transformación religiosa del miedo y la angustia de muerte ante el vacío político que despeja ese no presentarse del pueblo ante el devenir costumbre del desastre contemporáneo. No es extraño que la consternación sea primero un modo de auto-figurarse en medio de un desgarramiento, luego una poética del desespero, antes que un modo de interpelación política alternativo.

[Fotografía, Los restos del Eduard Bohlen ©Christian Ghammachi]

II

Todo está dormido,
Ju-jú.
¿Quién lo habrá dormido?
Ju-jú.
Babilongo ha sido,
Ju-jú.
Ya no tiene oído,
Ju-jú.
Ya no tiene oído…
Luis Palés Matos, “Falsa canción de baquiné” (129).

Quien se consterna en medio de la iglesia, en medio del recinto de sus creencias, amenaza. En rigor quien se consterna expía y toda expiación carece de sentido comunitario si se hace en soledad y no se produce el testimonio de su existencia. El consternado purga públicamente una palabra ahogada de antemano en llanto y rabia. Amenaza con sacrificar, con limpiar su lengua en la transparencia de una pasión negativa pura. El consternado amenaza con sacrificar su capacidad de pensamiento crítico y entregarse a una suerte de desafuero mudo que demuestre la evidente superioridad del actuar frente al pensar.

El grado cero de esta escena de duelo se recoge en el velorio que forma parte de algunos servicios funerarios. Entre parientes —me gusta la palabra deudos—, entre los deudos del muerto, el consternado es abrazado, consolado. Lo sostienen y no pocas veces se le dice “no te dejes ir”. Allí se escuchan cosas como “¿Por qué Dios mío? Llévame a mi. ¿Por qué ella y no yo?” Es un modo de manifestar nuestro dolor ante la pérdida del ser querido, de convocar a la comunidad íntima para ser sostenido —inconsciente o no— en medio del trance luctuoso. El sostén que nos ofrecen nuestros seres queridos nos evita pasar al otro lado, irnos con el muerto. Amainamos por un instante nuestro dolor.

La consterNación, sin embargo, colinda, no es idéntica, con ese gesto casi siempre macharrán de suicidarse tras ultimar a su compañera. La expresión si me dejas te mato y/o me mato, o la amenaza del padre o la madre patriarcal que entre gritos —palmetazo sobre la mesa— con palabra o sin ella, anuncia la proximidad del chancletazo y el pescozón. Estos sujetos, a diferencia del consternado, pasan al acto, mientras el consternado se contiene y usa su Contención Suprema en el espacio público.

La consternación es abatimiento (derribarse, echarse por tierra), es derrota, es el clímax emocional de una palabra política impronunciable al saberse confrontada con el fin irremediable de sus sujetos y objetos sagrados. No olvidemos que era una práctica común en algunas funerarias —no sé si esto ocurrió en Puerto Rico— contratar a lloronas o llorones cuando no aparecían entre los familiares del muerto. Estos llantos circunscritos a las ceremonias de enterramiento le confirmarían a los dolientes que han pagado por los servicios funerarios que las cosas se están haciendo bien, como debe ser. El fenómeno del “muerto parao”, sin embargo, escribe otro sentido ante el signo de la muerte. Es la puesta en escena precisamente de un cuerpo que se niega a aceptar su abatimiento indiscutible. Es el muerto que se niega a tenderse sobre tierra y cada velorio es una suerte de contradictorio tableau vivant de la cotidianidad querida, viva del muerto. Es la escenificación extrema de ese símil que atesora todo embalsamador ante los dolientes: “míralo parece que está dormido, parece que está vivo”.

La consternación funeraria como pasión atribulada necesita para sobresalir, cual contraste, la circunspección y el respeto propios de las ceremonias mortuorias, las ceremonias de duelo y velación del ser querido. No obstante, muchos hemos escuchado chistes estupendos precisamente en los velorios.

El consternado, por su parte, es un abatido que amenaza pero también advierte, “anuncia” algo, con su palabra atormentada. La consterNación obliga. Obliga a montar una suerte de auto sacramental o convertir la arena política en funeraria o en velorio perpetuo (ay, qué grande eres Francisco Oller). La consterNación izquierdosa o culturosa es la puesta en escena, a pesar de sus propias creencias, de la muerte de su imaginario y de una imposibilidad discursiva para su pensamiento. Allí entre dolientes y deudos se trata de estar a la vez retirado y presente —un pasito detrás del risco—. Allí estoy pero también estoy medio ido. Nada de halarse los pelos todavía, gemir y gritar quizás, pero sobre todo resistir —sin mucho esfuerzo— la convulsión, perder la palabra, en verdad sacrificarla en aras del dolor patrio.

La consterNación es la alegoría paradójica de la derrota, texto que demanda ser leído en clave religiosa para corregir el fracaso histórico de sus representantes en la Tierra y poder devenir entonces profecía de resurrección y victoria. Lo paradójico del cuerpo consternado, me parece, es que al echarse por tierra levanta y sostiene todavía aquello que no puede dejar ir de una vez y por todas: la pérdida de su lugar en la arena democrática. Abatido por la realidad del presente, echado por tierra, el consternado insiste en figurar una Nación Gloriosa, en levantar su puño cerrado, alzar su tribulación heroica. Así la palabra consternación entra en el Reino de las Mayúsculas y aparece la “N”. La consterNación como proclama de vida eterna.

Ahora bien, el orden del discurso colonial contemporáneo en Puerto Rico ya ha re-dirigido e institucionalizado estos actos de consterNación de la izquierda o del independentismo. Uno ha visto cómo los partidos dominantes, el orden institucional del ELA han escuchado y distribuido la letra que escribe la ciudadanía puertorriqueña ante estos “actos de consternación”: silencio y consuelo, mutis y aplauso.

No pocos liberales, soberanistas, melones, bastantes independentistas e incluso antiguos militantes de izquierda vienen trabajando hace tiempo, con los partidos dominantes, con el capital financiero y en el archivo se pueden ir a leer varios estudios que así lo demuestran. ¿No es acaso el apocalipsis el tropo privilegiado del “voto útil”? ¿No se exhorta, a fin de cuentas, a votar por el menos malo desde la objeción que advierte que no hacerlo sería equivalente a colaborar con la destrucción de la cultura puertorriqueña as we know it? Quedarse aquí y desmenuzar el nombre y apellido de las personas que proponen estas “soluciones”, a mi entender, no conduce a nada. La co-participación de estos sectores es más intensa y productiva a nivel simbólico y discursivo. Ahí forman un frente amplio.

De manera análoga, se sale a la calle o a alguna página en Facebook o a la red para señalar a los “culpables” que tampoco se escandalizan, ni se organizan, ni se integran a algún movimiento de concertación para exteriorizar eso que los arrebata de ira y desesperación. Los practicantes del “voto útil” pasean el cuco de la asimilación.

¿Por qué apenas convocan los actos de conmemoración y avivamiento de la creencia izquierdista o patriótica? ¿Por qué no constituyen una diferencia viable para el deseo electoral puertorriqueño? ¿Por qué no se articula en Puerto Rico un movimiento anti-neoliberal de masas o al menos se “tolera” una reflexión crítica sobre su ausencia como un modo —entre otros— de comenzar a dejar de lado la minoridad perpetua de la izquierda? En medio del temporal de la consterNación, la identidad suple sus consuelos, incluso sus desesperos y procede a tapar-negar la angustia de desastre.

Esta es la gramática fundante, afectiva, que caldea las poéticas y políticas del ninguneo, del silencio y de la descalificación ad-hominem. En fin, este es el discurso consensual, apuntalado por una concepción religiosa y mítica del Ser puertorriqueño. Donde todos coinciden es en las operaciones de silenciamiento e invisibilidad, o al menos coinciden en el esfuerzo de ponerle un límite a ese discurso o a esa palabra que ose atravesar, o nombrar esta angustia ante la finitud de la Patria Puertorriqueña o la inviabilidad política de sus anhelos. Esto además es increíblemente productivo y comercializable. Sin contar que manifiesta los perfiles de clase y la formación intelectual de los consternados.

Es quizás por esto que el consternado o la consternada prefiere dirigir sus municiones contra los que señalan y piensan esta situación discursiva. Si al final son los mismos: los que se masturban con las palabras. El gesto consternado no difiere mucho de las simplificaciones con las que se echan de lado las decisiones que toma el electorado puertorriqueño. Mejor tipificar a los intelectuales o a los raros, antes de mirarse en el espejo de la supuesta “co-optación” o de la asistencia discursiva al estado actual de cosas. Los co-optados, los personeros del capital financiero, los que insultan, los rajaos siempre serán los otros.

En esta estela, podríamos repensar las lógicas de fragmentación y sectarismo que marcan la historia de los grupúsculos de izquierda en Puerto Rico. Son historias con lamentables episodios de intransigencia, de defensa de principios absolutos, principios abstractos incluso, prácticas de vigilancia, control y pureza ideológica. Se trata de la reproducción izquierdosa, la mutación progre, de esas intrigas palaciegas por ¿el poder?, características de las órdenes religiosas, los grupos monásticos o las sectas. También, y esto no es poca cosa, es la historia del fracaso de interpelación de una concepción militarizada, sacrificial de la lucha libertadora en Puerto Rico.

Sería interesante, por otro lado, meditar sobre el apoyo que la ciudadanía puertorriqueña le ha dedicado a aquellos que consagraron su vida a obtener la independencia del país por vía de la lucha armada. ¿Por qué no discutir esa economía de solidaridades durante sus años de militancia política, sus años de prisión, su liberación (casi siempre mediando algún perdón presidencial) o ante la muerte de los mismos? ¿Cuándo se los ha respaldado más y mejor, cuando están en el clandestinaje o en pleno activismo político o cuando regresan tras cumplir sus obscenas condenas carcelarias y entran al Panteón de la Patria? Ante la muerte real o simbólica del militante nos “solidarizamos” pero ante su vida-vida guardamos distancia o silencio.

El no me importa del sujeto político, ese no escandalizarse de las muchedumbres que, sin embargo, sí se movilizan en “fiestas” o “ceremonias” del capital financiero, incluida la gestión personal, empresarial o la salida masiva de puertorriqueños hacia los Estados Unidos son algunos de los escenarios predilectos donde se registra esta angustia. En el caso de la izquierda consternada, esta angustia además la agita el atisbo de que lidiar con este problemón a lo mejor escapa a mis modos de pensarlo, a mis modos de apalabrarlo y, claro está, de enfrentarlo con estrategias políticas. Que en verdad no tenemos respuestas porque ya nos han sido otorgadas por la Palabra, porque siempre suscribimos las del Libro, las del dogma, las de la lengua patriarcal, las del liderato, las respuestas que siempre ofrece la tropología religiosa que constituyó la lengua utópica de mi cultura. ¿Pueden las izquierdas atravesar esta angustia sin querer colmarla con “mensajes de esperanza” o negarla de la manera más obtusa posible? ¿Pueden las izquierdas puertorriqueñas pensar y pensarse en medio de esto sin manejar su intransitivo jueguito de ping pong: víctimas y victimarios, agentes y espectadores, prácticos y teóricos, héroes y traidores?

En “la arena de los grandes asuntos puertorriqueños”, el imaginario independentista ha cristalizado las gestas armadas del nacionalismo y su martirio, la persecución a independentistas y sectores de izquierda por el Gobierno Colonial y el Federal conocido como el escándalo de las carpetas, la salida de la Marina de guerra estadounidense de la isla de Vieques, como algunos de los puntos de referencia moral con los cuales modelar la gramática y radicalidad política de sus luchas. No se trata ni de negar el perfil moral del nacionalismo puertorriqueño, ni de minimizar las consecuencias de la represión atroz que sufrieran a manos del Gobierno Federal y del Estado Libre Asociado un número considerable de ciudadanos. En otra dirección, se trataría de repensar los usos y la potencialidad de estas historias y de este imaginario al interior de la cosa pública hoy.

¿Interpela la consterNación? ¿Se escandalizaron las mayorías ante esa supresión sumaria, se escandalizan hoy ante robos, desfalcos, y violencias de todo tipo? ¿Es la desmovilización una herencia cerril, morona, alienada, un destino, una patología puertorriqueña? Si se lo piensa, si alguien cree que esto es así de simple, que lo diga de una vez y por todas y que bregue con las consecuencias de su decisión. A la derecha puertorriqueña no le tiembla la mano a la hora de llamar loosers a los críticos de sus políticas neoliberales. (Ojo, la denostación y el mote ofensivo es lo común aquí.) Quien crea que necesitamos otro tipo de discurso y de vida para actuar sobre la arena política, está obligado a dialogar en la arena democrática, a representar alternativas —incluso con sus modos de escapar o sus pequeños actos anónimos—que no sean meras alegorizaciones de la lucha espiritual entre el bien y el mal con las que se narra hasta el día de hoy la situación social y política en Puerto Rico.

Parecería que el objetivo de la performance consternada es convertir a los espectadores del abatimiento político, que devengan testigos, que den testimonio (de testis) ante tanto sufrimiento. La consternación como la inmolación aspira a generar algún tipo de epifanía educativa, de transformación gloriosa —moral— de las certidumbres de quien ha presenciado estos actos. Sobre esta convicción fundó Ernesto Che Guevara su concepción del “hombre nuevo” revolucionario. ¿Qué tipo de sujeto político aparece ahí, qué sujeto se constituye con estas genuflexiones? ¿Aparecen otros sujetos políticos que alteren la ecuación del poder? ¿No será la ausencia de “seguidores” indicación de que en la comunidad ya son otras iglesias y sacristías las que han copado la escena? ¿O es que se han resignado a gritar “la mía es más mejor”?

Nadie tendría que sorprenderse entonces si entre los resultados de un problemático y defectuoso proceso electoral, podamos encontrar la respuesta de la ciudadanía puertorriqueña a la consternación patriótica. La consterNación devendrá premio, dádiva simbólico-moral, “auspicio cultural”, pergamino “yoico” con el que esa misma izquierda consiente convertirse en minoría a perpetuidad. Es una manera alucinada de integrarse al orden institucional colonial fantaseando con la superioridad moral e intelectual indiscutible de sus creencias. Es una manera de sacarse del conflicto democrático como un adversario más; un adversario que se resigna ante la imposibilidad de su triunfo, y que no contempla tampoco la posibilidad de cambiar los términos de la discusión política sino es a través de la incorporación de su fe política.

En efecto, la consterNación puertorriqueña es inseparable del guiso gubernamental con apariencia de profilaxis de la gestión administrativa. La consterNación no tarda en convertirse en la diseñadora principal de una Plaza Cultural para sus juegos florales, la arquitectónica de un coto aparte para conservar, discutir y poner en circulación los valores, las buenas nuevas y haberes del orden cultural puertorriqueño.

¿De cuál tipo de “política” estamos hablando? ¿Qué pasa si ese abatirse de dolor hasta desparramarse por el suelo no despierta simpatías? ¿Y si el demos puertorriqueño entiende, comprende esto y no les mueve un pelo? ¿Qué procede? ¿Volver a tipificar y denostar las “incapacidades” de la democracia puertorriqueña? ¿Volver a imaginar, a plazos, una utopía eternamente pospuesta? Hasta el presente ese demos, gústenos o no, parece repetir de manera consistente: “por eso que tanto te atribula yo no voy a matarme, no voy a salir a la calle ni habré de solidarizarme contigo. No te creo, a veces ni te entiendo, ni me importa.”

Es hora ya de lidiar con la incapacidad de interpelación ciudadana de la piedra de la inmolación y el sacrificio del Crucificado, deponerlo como modelo ético e incluso retórico para ensayar una política/poética emancipadora. La avería ética del demos puertorriqueño (y esto no es una tara maligna) se apropia, usa y abusa de la mitología cristiana para apuntalar su cinismo, moralismo, pacatería y perversión, entre otras cosas. A la hora de los mameyes no da por ciertos el sufrimiento, el martirio o la contemplación de los mismos, como campo de posibilidad donde fundar una utopía puertorriqueña. Sobre esa piedra no levantaremos la Patria, parece decir.

[Arnaldo Roche Rabell, La búsqueda de la felicidad (2009). Fotografía cortesía del Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico.]

III

Una vida rota no está sola. Tiene una alianza de amigos que juntos desafían a la realidad, construyendo islas de autoorganización. En este punto, el heroísmo es soportar el día a día, tener la capacidad de vaciar el vacío de cosas y llenarlo de lo común. En la actualidad, el heroísmo está desprovisto de romanticismo.

Lo que se debe hacer para sabotear la realidad es muy sencillo: hay que negarse a ser una microempresa. Hay que convertirse en un interruptor de la movilización global. Interrumpir la movilización que nos lleva y encender la noche. Encender la noche no acaba con la noche. Pero sí acaba con el miedo a la noche.
Santiago López Petit, La movilización global. Breve tratado para atacar la realidad. (2009)

Creo que en medio de esta (des)movilización general es necesario trabajar otra gramática y ensayar con otros conceptos y modos políticos. El independentismo, el soberanismo y el neo-nacionalismo puertorriqueño podrían sacudirse de encima esa genuflexión que signa su impronta pública. Abandonarla de una vez y por todas como carta de presentación en la ágora para que el dolor, el daño y la rotura no se neutralicen con dosificaciones de reconocimiento y visibilidad en la misa que regula el orden del discurso puertorriqueño. Ni para que estos malestares queden reducidos o sean idénticos a los proyectos e ideologías de algunos sectores políticos. Abandonar la consterNación es una manera de no sumarse a la eterna negación de la finitud, de la muerte, a la humillación de la vida a la que parecen lanzados no pocos sectores de la ciudadanía popular.

Abandonar el modo consternado es una manera de desquiciar el perímetro, esa lógica de acordonamiento discursivo con el cual la política colonial ha reducido el actuar de las izquierdas y del independentismo a labores propias de un custodio de exequias y bienes “culturales”. En lo que respecta al orden del discurso, las izquierdas podrían pensar si el testimonio es el género donde se llevará a cabo el cambio de perspectivas y la conversación política que desean. No sólo la represión y la exclusión institucional han sacado a esta izquierda del juego político puertorriqueño. También ha obrado la aceptación de un lugar meramente moral, espiritual, testimonial, en fin, la aceptación de un coto “cultural” donde llevar a cabo sus actividades y días de logros.

La lengua de la buena nueva, el furor del testigo que da fe, el auto sacramental de la crucifixión como pedagogía político-moral, ya están copados en la escena política en Puerto Rico. Esa es la lengua que reparte el bacalao. ¿Cómo puede fundar allí hoy el Martirizado, el Crucificado, incluso el Perseguido algo que estimule al ciudadano puertorriqueño? Queda la palmadita en la cabeza, darle las gracias y un buenas noches que le reconozca la bondad de su sacrificio.

La producción y consumo ofuscados de cualquier imagen, ficción o relato (esto es literatura también) que simplifique la situación puertorriqueña, o la reduzcan a este enfrentamiento metafísico entre polos absolutos, morales, incluso maquiavélicos, del Bien y del Mal, no sólo consolida el orden actual de cosas, sino que condena a la izquierda a ser el eterno albacea minoritario de la consterNación de los preclaros e incomprendidos. Claro, entre los beneficios de cuidar el sagrario nacional ya se ha añadido “un combo agrandado” con subvenciones, papitas y apple pie.

Tal vez, podríamos explorar la condición de posibilidad de la consterNación y ayudarnos a entender este abrazo irreflexivo a la pasión consternada, a la pasión triste —goce de abatimiento— que practica con fe la izquierda ante la ausencia de indignados en las calles. Ante la no manifestación colectiva de los dañados, ante la ausencia de una demostración de malestar social en el demos puertorriqueño —un proceso global complejo que no pensamos cabalmente en este texto— el/la consternad@, de algún modo y en algún nivel, parecería estar más cerca de las razones y prácticas del descalabro político contemporáneo.

Si se desea comprender la condición de posibilidad tras la ausencia de resistencias, eso que sondea la periódica aparición de la pregunta de Betances “¿Qué le pasa a los puertorriqueños que no se rebelan?” con todas sus variantes —“Coño, despierta boricua”—podríamos re-dirigir la pregunta y encarar la posición del sujeto que produce estas expresiones. Pues estos enunciados representan mejor el desasosiego del sujeto que los produce que el estado actual de la sociedad puertorriqueña. Este malestar es, en primer lugar, un desasosiego personal, es un estar-mal conmigo mismo. Es un estar mal con el mundo. En estos asuntos la primera persona singular, el “yo”, no es capaz por sí mismo de agilizar estrategias y políticas en el mundo. El mundo parece ser siempre el espacio donde aparecen los otros. Es mi responsabilidad atravesar esta desazón, tratar de entenderla, si es que se quiere en verdad saberla, y no esperar a que, luego de mis ataques de pena y consternación, vengan los demás a sostenerme y resolver lo que siempre se ha creído fácil de resolver.

Para algunos es suficiente contar con la evidencia de esta sensación que nos confirma que no queremos seguir viviendo de este modo. Que podemos ensayar modos de presentarla ante los demás y que esta representación puede ayudar a generar soluciones colectivas a ese daño. Parece que las grandes masas hoy no vociferan en las calles algún daño, o malestar social, que lo que aparecen son sujetos más o menos aislados apalabrando precisamente su soledad y angustia ante el estado de cosas. La izquierda sabe o debería saber que con las imágenes del mal, del daño, con los cuerpos de la violencia se forman las palabras, los relatos, los conceptos y las prácticas que podrían hacerlos aparecer como cuerpos con discurso en el ágora puertorriqueña. Es aquí que nos corresponde no seguir practicando actos de consterNación que buscan galvanizar a un sujeto político inexistente o peor aún mortificar a un sujeto que no responde a ellos porque no cree en ellos.

No hay un gesto, modo, tono único que le de sentido y coherencia a la necesidad de cambio radical del orden del presente. Unirnos, coordinarnos, bajar el nivel para que la cosa se entienda, “educar”, esquematizar sin atender el tejido imaginario y discursivo de nuestras prácticas es, de nuevo, seguir adorando el fetiche de la derrota. Se trataría, quizás, de hacer aparecer y movilizar en la política lo que se resiste a ser reducido, tachado, englobado. Y es aquí que un deseo radical, un deseo de abrirse sin condiciones ante la raíz de las cosas no tendría que conformarse con la parroquia de su situación personal, y transitar hacia una situación subjetiva múltiple.

No tengo problema alguno con que se desprecie el estado de cosas actual. De lo que se trata es de no confundir el problema, de no perder el foco y entretenernos con las personas que lo padecen o con las que lo avalan y seguir insistiendo en esa performance “yoica” de la consterNación que ya cuenta con auspiciadores, incluso groupies, de todo tipo y tamaño. No hay nada objetable en rabiar u odiar si sabemos qué es lo que en última instancia está en juego y cuáles son los términos de la lucha.

Identificar, calificar, sospechar, al final culpabilizar a los que hacen público su desasosiego al pensar o escribir sobre las formas, prácticas y lenguajes que han cebado la catástrofe es apenas una operación moral más que sostiene el tinglado de la política convencional. No digo que dejarlo de hacer nos dará la clave para el descenso del Orden de los cielos. Digo que seguir buscando esa clave conformándose con “desenmascarar” los perfiles personales, las intenciones de los antagonistas y hasta de los amigos es una soberana pérdida de tiempo. Y no queda mucho tiempo.

Si vivir hoy en Puerto Rico es atravesar una nada arruinada y atascada en tantos órdenes, y la felicidad y la libertad son un chiste de mal gusto, incluso un versito charro, se podría decir que mi preocupación y dolor vivencial no me hacen una víctima más sino un participante, un sujeto que experimenta en su cuerpo y en su vida la pobreza de experiencias políticas que firma su presente. No hay de otra, hay que mirarle la cara a esta falta, lidiar con el vaciado que nos dedica el ethos comunitario precisamente porque sabemos que no existe otro lugar mejor.

Obras citadas

López Petit, Santiago. La movilización global. Breve tratado para atacar la realidad. Madrid: Traficantes de sueños, 2009.

Palés Matos, Luis. Tuntún de pasa y grifería. San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña/Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1993 [1937].

Rancière, Jacques. En los bordes de lo político. Trad. Alejandro Madrid-Zan y José Grossi. Chile: www.philosophia.cl/Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. 1990.

Rozitchner, León. Materialismo ensoñado. Ensayos. Buenos Aires: Tinta Limón 2011.

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